“No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. En la extraña forma como hemos ordenado el mundo pareciera que, contra Cortázar, las cosas, inertes como nos parecen,carecieran de alma y tuviesen dueños,como si la potestad de los humanos pudiese afirmarse sobre la base de complejos artificios legales y refuerzos policiales.
Más todavía, pareciera que esa potestad estuviese dispuesta para obtener el máximo goce al mínimo coste, dogma que resuena como de (peligroso) sentido común.
Al contemplar las desoladas instalaciones industriales de épocas idas, la ficción queda al desnudo. Nadie reclama propiedad sobre fierros retorcidos y cadenas oxidadas, sobre los yunques que otrora martillaran oídos obreros o sobre los locomóviles con que se aserró buena parte del bosque chileno. La tierra herida es el testimonio de una fiesta celebrada en otra parte, en otro país, en otro continente.
Que las cosas no tienen vida es asunto de un (peligroso) sentido común; que de ellas pueda disfrutarse sin límite es una (peligrosa) licencia que merece alguna reflexión.
Hasta aquí se nos dijo que los árboles, los minerales o los peces no tenían alma y que sólo la racionalidad económica determinaba cuáles de ellos entraban en la faena y cuáles no.
Los salmones sí, los renacuajos no; el alerce sí, los notros no; las ovejas y corderos, las vacas mejor todavía, sí, pero los caballos, gatos y perros mejor que no. Y si la racionalidad así lo exigía, la naturaleza podría ser dispuesta a nuestro mejor antojo (económico) a través de otras ingenierías.
Las aletas de tiburón, las orquídeas, los berries, cosas todas que merced a la ingeniería del transporte y de la refrigeración pueden ser traídas a casa. Pero esta imaginación, ésta que declara que las cosas –inertes ellas, sin espíritu ni alma que les acompañe- son para los hombres y que los hombres son seres de apetitos insaciables, merece ser revisitada. Más todavía aquella que, desde la arrogancia de sus privilegios, proclama como supersticiosos e ignorantes a los pueblos de la tierra que reconocieron vida y espíritu a las cosas del mundo.
Algo de animismo hace falta para entender las cosas del mundo. Es lo que se infiere de las vueltas de mano con que ellas responden a los seres humanos. La ambición de una época se torna en desolación de la siguiente; pero no sólo en desolación.
Los relaves mineros, los vertederos urbanos, los desechos del pasado siguen vivos junto a nosotros. Las noticias recuerdan de la existencia soterrada de imprevistos compañeros de ruta: una casa explosionó, una vecina contrajo una extraña enfermedad, algún niño del barrio corre a pesar de un mal congénito que le marcó por el resto de sus días.
Que la naturaleza estuviese viva, que las cosas tuviesen sus espíritus y que estos espíritus pudiesen de pronto rebelarse y contraatacar era cuestión de otros tiempos, de pueblos hundidos en el animismo, o de la ciencia ficción procurando vender encantos a quien estuviese dispuesto a comprarlos.
Occidente, la cuna de la razón, no podía darse permiso para pensar el mundo sino como inerte y asegurarse así el protagonismo de sus hijas e hijos. Tampoco podía la sociedad latinoamericana, tributaria de ese Occidente, imaginarse a sí de modo distinto. Hacerlo era volcarse al precipicio de lo primitivo, de lo ignorante, de lo que no se quiere ser o de lo que de algún modo, sin quererlo, se es también.
Pero la poesía americana no fue temerosa de su origen, no podía obviar al alfarero en su greda derramado, no podía soslayar la inevitabilidad del vínculo entre las cosas y los seres humanos.
No podía ella negar la vida que palpitaba entre rocas y arenas, la vida incipiente de las aguas y de las partículas arrastradas por el viento. No podía estar el ser humano fuera del mundo sino que era el mundo. “…Yo no sé / lo que dicen los cuadros ni los libros…pero sé lo que dicen /todos los ríos. / Tienen el mismo idioma que yo tengo”.
Lo que Neruda sabía era lo que la ingeniería -empeñada en someter a cuanto río fuera posible de encauzar- desconocía.
Lo que Neruda, Cortázar y demás artistas latinoamericanos tenían claro es que las cosas del mundo estaban vivas, que los espíritus que en ellas adivinaron los pueblos precolombinos eran potentes y no estaban dormidos. Las cosas estaban vivas del modo como las ingenierías y algunas de las filosofías más pobres de Occidente pensaban que no lo estaban.
Chernóbil y Fukushima se suman a los muchos silencios, desde Alaska hasta el río Cruces, que debemos a una voracidad inconsciente, a una voracidad que se construye sobre la base de una noción que sugiere que las cosas del mundo, inertes y carentes de espíritu como se las ve, están dispuestas para el disfrute de los humanos y, más aún, de sus corporaciones y empresas.
Cangrejos, gusanos y lombrices de tierra podrían pensar lo contrario. Al modo cortazariano, les asiste el legítimo derecho a pensar o, de hecho, a actuar sobre la base según la cual humanas y humanos están en el mundo para su propio disfrute. La historia les da la razón – han pasado ya varios imperios y no son pocos los micro organismos que han engordado gracias a tanto tejido orgánico dejado por los héroes de antaño.
Al modo de Neruda, las ingenierías debieran volverse animistas, aprender los idiomas que no hablan, aquellos que en el curso de la historia planetaria serán los que sucedan la autocomplacencia vociferante con la que Occidente y sus discípulos han dominado los últimos siglos de la historia planetaria.
Algo de animismo parece necesario.