En las proximidades de una nueva conmemoración del cuadragésimo aniversario del golpe militar de 1973 y con la campaña para las elecciones de noviembre ya en marcha, se ha ido descubriendo que nuestras autoridades ostentan con cierto orgullo una preocupante dosis de ignorancia.
Está bien no pedirle a un niño de 4° básico que sepa resolver ecuaciones de segundo grado, ni que un pensionado conozca alguna de las figuras de la música adolescente, pero sí se espera que quienes aspiran a conducir la Nación o que han sido convocados a cargos públicos por quienes han tenido el respaldo ciudadano en las urnas sepan, más o menos, en qué país están parados.
En la primera elección tras el regreso a la democracia, en un programa de televisión le preguntaban a los candidatos al Parlamento cuestiones básicas, como el precio del kilo de pan o el pasaje de la micro y ninguno supo responder, de modo que no se volvieron a hacer planteamientos tan incómodos.
En mi experiencia como reportero, y en la misma elección, escuché a un candidato a senador describir off the record cómo en el curso de la campaña había llegado a comprender que efectivamente existía pobreza en su ciudad.
Está fuera de duda que los candidatos saben acerca de macroeconomía, que tienen una opinión acerca de las relaciones internacionales y de los denominados temas valóricos porque están prevenidos que son asuntos que saldrán en cualquier entrevista o debate, pero cuando se trata de las cosas que todos los ciudadanos damos por sabidas es posible que alguno no sepa responder y eso refleja el distanciamiento que la clase política tiene respecto del pueblo de a pie.
Una de esas cosas que todos sabemos, aunque podamos tener opiniones y valoraciones distintas, es que en Chile se violaron los derechos humanos durante la dictadura.No sirven como excusas no haber leído el Informe Rettig o no haber tenido la mayoría de edad al momento del golpe, y quien aspira a ocupar cargos públicos tiene que asumir que hay un conjunto de temas sobre los que debe estar enterado y tener opinión.
Si quedaba alguien ignorante de estas materias, en estos días la televisión se ha preocupado de proporcionarnos las imágenes de la época en la que la libertad y la democracia fueron desplazadas por la lucha política, pero lo que no ha hecho la mayoría de los medios de comunicación es promover la reflexión sobre lo sucedido y asumir su rol pedagógico para incentivar una cultura cívica que impida que se repitan los errores que cometimos como sociedad.
No sólo mantenemos una visión maniqueísta de los sucesos previos y posteriores al 1973, sino que continuamos interpretando la realidad presente en blanco y negro.
Es cosa de ver el debate entre los candidatos. Parece a veces que basta con que uno diga “sí” para que los demás respondan “no”, sin mayor reflexión ni disposición a reconocer la cuota de verdad que todos podrían tener en sus planteamientos, y cuando el que decía “sí” dice que “no” y esta vez se le responde que “sí”, el ciudadano que espera tener la información necesaria para votar en conciencia termina por no comprender nada, y eso es una debilidad de la cultura que no sólo es atribuible a los políticos sino que es responsabilidad de todos.
De la escuela que no enseña a los niños, de los padres que no educan en el seno del hogar, de las instituciones que se dedican exclusivamente a lo suyo sin asumir que tienen un permanente deber pedagógico y formativo.
Cuando se creó Televisión Nacional en Chile, se le dio como funciones informar, entretener y educar. Se suponía que sería la regla para todos los demás canales y, por extensión, del conjunto de los medios de comunicación, pero hoy lo que prima es el rating y la captación de inversión publicitaria y al final todos somos un poco como Fuenteovejuna, el pueblo de la obra de Lope de Vega que se rebela contra un gobernante injusto y termina por asesinarlo.
Al juzgarse el homicidio, el pueblo responde a la pregunta del juez acerca del responsable “Fuenteovejuna, señor”. Es decir, todos son culpables, lo que significa que nadie es culpable.