Hace unos días, tomando un café con mi esposa, nos tocó ver en un canal de televisión una noticia sobre un joven de 15 años que había robado un camión. Este joven, del que sólo se sabe el nombre, ya que aparentemente no tiene una identidad conocida en los servicios de registro civil, se subió y luego huyó manejando dicho vehículo. Alertada la policía, procedieron a seguirlo y, en una “arriesgada” maniobra, cruzaron un radio patrullas delante del camión, intentando de este modo, detenerlo. El resultado de la acción era la noticia: una cabo de carabineros muerta como consecuencia del choque del camión al carro de la policía.
El joven delincuente aparecía declarando en el tribunal de garantía que, una vez detenido, había sido cruelmente golpeado por la policía. Es evidente que esta declaración no puede darse por cierta.
Nos pareció entender la rabia e impotencia que produce a la familia de la víctima la acción delictual e irresponsable del joven conductor indocumentado y, en este contexto, podemos entender que el hechor pudiese recibir unos golpes de los familiares de la víctima, mas no nos pareció razonable que la policía, encargada en este caso de resguardar el orden, luego de proceder a su detención, accione con violencia innecesaria contra el delincuente.
Son los derechos de los ciudadanos lo que nos caracteriza como grupo civilizado, el apego a normas y leyes, el respeto a que las personas tienen derecho a un trato y juicio adecuado y -en definitiva- a una pena, que debe ser ejemplar y justa.
La noticia que antecedía a ésta era, a mi parecer, bastante más compleja y llama a una reflexión más profunda. Se trataba de la muerte del terrorista Osama Bin Laden a manos de un grupo de comandos del ejército norteamericano. Específicamente, un grupo dependiente de la armada de los EEUU.
Es evidente que Bin Laden fue un terrorista de marca mayor y que cometió crímenes inaceptables, horrendos y masivos. Es claro que su conducta es repudiable y que nadie puede, ni por un instante, pensar que no se está frente a una “mala persona”. El punto es si, por haber cometido estos crímenes, se debe actuar contra él con idéntica brutalidad.
He leído un par de noticias donde un hermano de una de las victimas de uno de los actos terroristas de New York declara a la agencia Reuters: “yo habría orinado sobre su cadáver”. Me parece que puedo entender su enojo, rabia, pena y, en definitiva, comprender su declaración porque es el hermano de una víctima. Los Estados y los grupos humanos organizados deben atenerse a otras normas y reglas y, a mi juicio, hasta los peores criminales deben recibir un trato justo y civilizado. De no ser así, me pregunto, ¿en qué nos diferenciamos de estos criminales?
El epílogo, lanzando al mar el cadáver de Osama Bin Laden, sin permitir que ninguno de sus 25 hijos pudiese darle “musulmana” sepultura, o el haber aceptado la solicitud de su hermana de que le entregaran el cadáver para “sepultarlo entre los suyos” me parece otro exceso; las tesis levantadas respecto a peregrinaciones al lugar del entierro u otras similares no me logran convencer. La noticia entregada por un vocero de la Casa Blanca respecto a que Bin Laden estaba desarmado al momento de su muerte hace pensar que pudo haber sido capturado… aún cuando se dice que “opuso resistencia”.
Por último, la noticia que recoge la declaración de un presidente latinoamericano respecto a ser este el “primer milagro” de un Papa recientemente beatificado me ha parecido, por decir lo menos, pintoresca y ha traído como consecuencia, el iniciar una dieta muy estricta con el propósito de disminuir mi peso, mi colesterol, azúcar y triglicéridos…. Es probable que normalizando estos índices deje de pensar de forma “tan incorrecta”.