Siempre me reí de esta teoría, lindante en la paranoia general, fundada en la ignorancia, con ciertos rasgos de folklore, más o menos inspirados en hechos supuestos o reales.
Porque todos queremos creer en algo, por muy esotérico que sea.Por ejemplo, la mayoría de los ateos dicen no creer en Dios.
Pero yo les creo a los ateos. Porque, en general, creen mucho en sí mismos, consistentes en su ser. Son sus propios y satisfechos dioses. Aceptan la ley, la norma positiva, como un producto puramente humano, derivado, tal vez del desarrollo histórico o del natural auto-dinamismo de la materia.
Su fundamento puede ser la voluntad general, la voluntad del superhombre, la raza, la clase social, el Führer como fuente del derecho ario, la Norma Hipotética Fundamental o cualesquiera otros elementos que no sean la ley natural, o peor aún, según ellos, la mal llamada Ley Eterna de Tomás de Aquino.
Perdóneme el paciente lector por esta digresión recurrente que me suele fluir del inconsciente colectivo que cargo como una rémora inevitable.
Volviendo a la Teoría de la Conspiración, mi generación, muy obnubilada por una grata mezcla de racionalismo y fe, en general, no creía en tal teoría.
Incluso cuando murió Eduardo Frei Montalva y estuve entre los miles que velaron sus restos en la Catedral de Santiago, seguí creyendo que su muerte había sido natural, a pesar de su espléndida salud, de su hernia al hiato, dolencia benigna, que unos mas y otros menos, todos sufrimos de un modo general sobre todo en la edad provecta.
Era el líder cristiano, tolerante, metódico, de origen suizo, quien quiso estar en forma para la gran lucha que se intuía en pos de la restauración democrática. Decidió operarse como un mero trámite y allí, ante las potencias del mal y la traición, selló inexorablemente su destino.
Era el hombre, sin duda. El de la “verdad tiene su hora”.
Sin embargo, los magos del ocultismo fascista y de las siniestras redes de la inteligencia militar de derecha, con gran oportunismo, habían dictaminado su muerte necesaria, como se ha acreditado en autos.
Su cadáver, sin protección ni respeto alguno, so pretexto de autopsia legal (no autorizada) fue vejado, colgado de una escalera por un grupo de médicos traidores, arrastrándolo y ocultando el verdadero cuerpo de su infame delito magnicida.
Y a la hora undécima, recordando esta irreparable pérdida nacional del mejor de los nuestros, como bien dijo nuestro Cardenal Silva Henríquez, ante la muerte de mi hermano, modesto periodista, que algunos recuerdan con cariño, quise velar sus queridos restos en compañía de mis hijos en una humilde capilla de un hospital tan frío como la Parca misma.
A pesar de aquello, en algún momento de distracción, sin autorización nuestra, nos fue escamoteado el cuerpo para intervenirlo y supuestamente, rescatar algún aditamento o marcapasos que ojalá haya servido, sin mediar costo alguno, para beneficio de algún pobre aquejado de alguna dolencia cardiovascular.
Me atrevo a preguntar a estas potencias clínicas de la muerte y de la oscuridad, que administran los cuerpos yertos, una vez que los parientes agobiados por el dolor, el agotamiento y la desesperanza, se retiran del lecho mortuorio.
¿Qué pasa con los cuerpos?
¿Quién dispone a su antojo de ellos?
¿Son tratados con el debido respeto?
Pregunto además, si más allá del dolor, el lamento, los funerales y los cuidados parques del camposanto ¿existe una cultura subterránea e impune de la muerte que desconocemos, que so pretexto de ciencia médica, dispone a voluntad de los cuerpos muertos, sean estos fetos abortados o cuerpos aprovechables?
Tengo mis dudas sobre la Teoría de la Conspiración.
Sobre todo después que se ha acreditado fehacientemente la existencia del Gran Hermano.