Hace unas cuatro semanas, pasadas las 22.30 hrs., entró al segundo piso del restaurante La Hacienda, situado en Vicuña Mackenna esquina Carabineros de Chile, una familia compuesta por una madre y un padre, ambos más o menos jóvenes, acompañados por su hijo, un niño que no llegaba a los 3 años. Lo sentaron en la silla que portaban consigo y para que se entretuviera y no molestara, le pasaron un juguete.
El hecho parece irrelevante, aunque a simple vista reviste gravedad. Es cierto que ahora no se puede fumar en espacios cerrados y, por lo tanto, las personas, sobre todo los menores, pueden respirar sin temor a la congestión que el humo del tabaco produce en las vías respiratorias y los demás daños que tan nocivo hábito causa a la salud.
Pese a lo anterior, no es menos cierto que un sitio de tales características, sobre todo en invierno, es profundamente perjudicial para un ser humano que está recién empezando a vivir, ya que se le expone a un hervidero de virus y bacterias, a contaminaciones, al ruido, a cosas incluso peores; cualquier médico pondría el grito en el cielo ante esta situación.
Es evidente que en ese local no había ningún doctor preocupado por el prójimo y si lo había, prefirió hacerse el desentendido.
Aún así, lo que más nos llamó la atención a los vecinos de la mesa en que estaba el infante junto a su familia, fue el juguete que empezó a manipular, con indisimulada alegría, apenas lo instalaron en el asiento que sus progenitores llevaban para mantenerlo seguro.
Se trataba de un pequeño computador, seguramente un artefacto reciente destinado a enseñar sus primeros pasos a quienes están comenzando a caminar.
Desde luego, el pequeño no estaba aprendiendo a leer: ni Mozart, ni Leonardo, ni Pascal conocieron el alfabeto antes de los 5 años. Por lo demás, durante el lapso en que el lector –si lo hubiere- lee estas líneas, miles, centenares de miles o millones de nuevos aparatos inundarán las casas, las calles, los espacios públicos y privados, los medios de transporte y hasta el campo y la alta mar, que se ven a diario repletos de laptops, celulares, ipads, iphones, itunes, ebooks y suma y sigue.
Nunca como en la época contemporánea había existido una oferta semejante para pasar el rato…o para alienarse.
Tanto el que esto escribe como sus amigos tuvimos varias veces la tentación de acercarnos al bebé, para ver qué es lo que estaba haciendo. Los buenos modales, la educación o lo que fuese, nos impidieron realizarlo y solamente miramos, fascinados y horrorizados, cómo las manitos se movían, de manera frenética, sobre un tablero o un dispositivo que tal vez generaba líneas, rayitas, monitos o algo que indudablemente hechizaba a la criatura, porque, hay que decirlo, se portó muy bien, estuvo tranquilo, no lloró y nunca se quejó.
Las especulaciones que surgieron una vez que la pareja y su guagua abandonaron el lugar fueron variadas y contradictorias. No obstante, hubo algo en lo que todos estuvimos de acuerdo: ya nadie sabe ni puede predecir, con un mínimo de certidumbre, adónde va a llegar la tecnología digital.
Desde luego, internet sentó definitivamente sus reales en el mundo y resulta imposible pensar qué es lo que pasaría si un día entero, una semana o un mes nos privaran de ella. Es un elemento tan consustancial en nuestras vidas que ni siquiera nos atrevemos a imaginar la posibilidad de su ausencia, a pesar de que funciona desde hace muy poco tiempo.
De todos modos, hay que aclarar una cuestión fundamental, en la que todos convinimos: los inventos siempre causan una euforia generalizada, que muy pronto se convierte en desilusión generalizada o en motivo para profundas e inconducentes cavilaciones.
La imprenta hizo creer a mucha gente que desaparecería el analfabetismo; el telégrafo y la radio habrían anunciado el fin de las guerras; la televisión motivó un optimismo sin precedentes en quienes tuvieron acceso a ella por primera vez. En fin, se dijo que con los electrodomésticos terminaría, de una vez por todas, la esclavitud de las dueñas de casa.
Por cierto, nada de esto ha ocurrido, si bien hoy en día a ninguna persona en su sano juicio se le pasaría por la cabeza la idea de suprimir esos y otros adelantos.
Internet, como sea, es un fenómeno radicalmente distinto, insistir en ello es caer en la majadería. Basta con ver a cualquier persona, en cualquier parte del planeta, conectada a un teléfono móvil, una tableta, un nano reproductor, para darse cuenta hasta qué punto estamos cambiando o hemos cambiado de forma irreversible.
Así y todo, las personas que hablan solas en la calle, que bailan al compás de una música inaudible para el resto, que digitan mensajes sin parar, son adultos, se supone que están conscientes de lo que hacen, se diría que son ciudadanos responsables. Por consiguiente, criticarlos si molestan, impiden el paso, hacen difícil la circulación, es propio de viejos gruñones, que invariablemente irritarán a la generación que les precede.
Pero entregar un computador a un nene que ni siquiera sabe hablar es, se le mire por donde se le mire, algo radicalmente diferente. Es muy probable que desarrolle capacidades cognitivas nunca vistas, que muestre un intelecto precoz, que aprenda cosas que jamás soñamos o que tal fenómeno sea precursor de genios que darán vuelta todo patas para arriba.
Por desgracia, un universo atiborrado de genios resultaría, por decir lo menos, insoportable y, en el mejor de los casos, totalmente insostenible.
También podría suceder que ese niñito esté anticipando, sin saberlo, algo que, a estas alturas, todos visualizamos: el fin de la escritura.
Mal que mal, el abecedario es en términos históricos, bastante reciente: apenas 10 mil años. Ni qué decir tiene, se trata de una creación humana que, si la medimos según la geología, ocupa un puesto minúsculo en el devenir del homo sapiens.
Mucho antes de que aprendiéramos a escribir hubo glaciaciones, dinosaurios, meteoritos y toda clase de animales y plantas que se extinguieron sin dejar huellas. Y nuestros antepasados remotos dibujaron extraordinarias figuras en las cuevas de Altamira y Lascaux.
El problema, entonces, no es adivinar qué es lo que viene si desaparece la escritura, sino qué es lo que ocurriría en el tiempo intermedio. De más está decirlo, la lectura, como la conocemos, puede desaparecer y la lectoescritura podría sufrir una mutación de tales dimensiones que todavía son inimaginables. Nada de esto sería grave si las manos continúan garrapateando en un papel en vez de hacerlo en un teclado.
Sea como fuere, nuestras extremidades superiores han estado acondicionadas, a lo largo de toda la historia conocida, para recibir mensajes cerebrales que nos hacen tomar un lápiz u otros instrumentos con los cuales usamos los dedos para escribir.
Hasta los ciegos lo vienen haciendo desde que se ideó el sistema braille.
Lamentablemente, en el futuro cercano esa habilidad, que ha sido esencial para nuestra evolución, puede extinguirse por falta de uso. Y así vamos derecho a lo que, en un contexto muy distinto, Barthes llamó el grado cero de la escritura: sólo permanecerán las imágenes, y la cultura como la conocemos, será, cuando mucho, un bonito recuerdo.