El reciente caso de La Polar –cuyas consecuencias aún están por verse- recuerda una anécdota del largometraje documental “Bowling for Columbine”.
En una de sus entrevistas, el cineasta Michael Moore le pregunta al productor de un programa sensacionalista de TV por qué éstos se centran siempre en la delincuencia tradicional y jamás realizan shows sobre los delincuentes de cuello blanco. El productor, con total honestidad, le contesta que los delincuentes de cuello blanco son aburridos, porque al ser apresados jamás se enfrentan a la policía, sino que son prácticamente escoltados por ésta desde su despacho, como si se tratara del alcalde de la ciudad.
Hay que reconocer que aquello, que puede indignar a algunos norteamericanos, es mucho más de lo que nos podemos permitir en Chile. Aquí ese gerente ficticio que ha cometido un delito económico ni siquiera será escoltado: su responsabilidad penal se diluirá en un limbo político-criminal que nadie conoce muy bien.
El reciente caso de las farmacias (¿hay alguien que lo recuerde aún?) es la mejor prueba de ello. Y si bien es necesario esperar los resultados de la investigación a La Polar, y el eventual proceso consecuente, el manto de sospecha está ahí, cubriéndolo todo.
Y el manto de sospecha está porque nuestra jurisprudencia no conoce casos de delincuentes de cuello blanco condenados y rematados.
Los pocos empresarios de alto nivel que han cumplido condena han sido reos por delitos de sangre (caso Spiniak) o han sido verdaderos chivos expiatorios asumiendo responsabilidades gerenciales por retribuciones que nunca hemos llegado a conocer del todo (caso Dávila). De fraudes bursátiles, información privilegiada y colusiones está llena nuestra historia empresarial, pero ningún agente ha sufrido consecuencia institucional alguna, las cuales por cierto sí existen en nuestra legislación. El problema no es de leyes, sino de enforcement.
En la última caída de Wall Street, los analistas más críticos hablaban de un “capitalismo de casino”, para referirse a los juegos de especulación de los brokers en la bolsa norteamericana.
Esta maravillosa metáfora no es aplicable a la realidad nacional, porque aquí lo que tenemos es un verdadero capitalismo de llorones: el que gana se queda, el que pierde se queja, y el que hace trampa y es acusado se va para la casa con la pelota. Y por extraño que nos parezca, muchos capitalistas de casino se encuentran cumpliendo condena por sus actividades (en prisiones, hay que decirlo, bastante más dignas que la mejor de las nuestras).
En un sistema económico cuyo desiderátum es la libertad económica y la confianza en el mercado, se requiere contar con herramientas eficientes de reacción sistémica frente a fraudes bursátiles, delitos contra la libre competencia y delitos contra la fe pública en general.
Mientras continúe este capitalismo de llorones, que hace vista gorda a esta delincuencia de cuello blanco, seguiremos viviendo en una “Copper Republic”.