Entre nosotros se ha instalado el debate sobre el cambio constitucional, en medio de las elecciones presidenciales y parlamentarias. Se postula una “nueva Constitución”; se propicia una Asamblea Constituyente, y el que menos tiene su propio listado de reformas que a su juicio deben ser promovidas según su ideario político. También en los programas de Allamand y Longueira.
Ni hablar de la discusión sobre el método para hacer los cambios.
Vivimos uno de esos momentos políticos en que las sociedades se aprontan para un cambio significativo de su sistema político, como ocurrió en 1988 luego del plebiscito y el 2005 cuando se puso término a los “enclaves autoritarios”.
Muchas de las ideas que se plantean nacen más de las convicciones doctrinarias de cada fuerza política que de un serio análisis del funcionamiento de nuestra Carta Fundamental. Entre nosotros no abundan los estudios empíricos sobre la Constitución: ni la escrita, ni la jurisprudencia constitucional que la interpreta, ni las prácticas políticas que la hacen vivir.
Prima un ejercicio intelectual que se limita a confrontar la norma constitucional con algún postulado teórico o lo sostenido por algún pensador del derecho o de la política.
Para cambiar de perspectiva habría que recurrir a la historia y a la ciencia política para adentrarnos en la diferencia entre constituciones reales y constituciones meramente nominales.
Todos sabemos que hay una distancia considerable entre la norma jurídica y la realidad, pero este enfoque no se aplica suficientemente al análisis de las constituciones.
En la cultura anglosajona hay más esfuerzos en este sentido. Un estudio reciente de David S. Law y Mila Wersteeg sobre “Constituciones simuladas” (o mentirosas) de marzo de este año (se encuentra en Internet), es particularmente ilustrativo, analiza el grado de cumplimiento de las constituciones en países de los 5 continentes.
Siguiendo ciertos criterios y parámetros lo más objetivos posibles, los autores clasifican los países que dejan de cumplir sus propias constituciones, en especial los derechos que ellas proclaman.
El peor lugar lo ocupan las “constituciones de fachada”, que esconden regímenes autoritarios que no adhieren en la práctica a los textos normativos que dicen respetar. Es el caso de países como Sudán, Eritrea o Arabia Saudita. En el polo opuesto están los países que se esfuerzan por llevar a la práctica los principios y reglas que sus constituciones contemplan.Y en ese grupo de naciones democráticas confiables está Chile.
Es decir, que entre nosotros existe un aceptable grado de respeto a la supremacía constitucional, en especial en lo referente a los derechos civiles y políticos. Esta constatación debe ser una premisa insalvable para el debate político en curso.
Nuestra Carta Fundamental – tantas veces sometida a escrutinio y reforma – puede ser objeto de muchas críticas, pero es un punto de partida para los cambios que se buscan.No partimos de cero, sino de las prácticas democráticas de las dos últimas décadas.
Las instituciones funcionan. No por mejorarlas o crear nuevas podemos desconocer este hecho.
Por eso mismo es fundamental que el debate considere la realidad y, como dice José Mujica, Presidente de Uruguay, pueda cristalizar en consensos mayoritarios que se reflejen en el Parlamento, para que este momento favorable a los cambios pueda concretarse en una democracia más deliberativa y participativa.
Mujica advierte que este proceder democrático puede ser lento, pero sus frutos son duraderos. Los atajos nacidos de la impaciencia terminan en callejones sin salida.
No olvidemos que toda Constitución consagra las normas básicas de un doble pacto: aquéllas que regulan la deliberación democrática y las que garantizan los derechos de las personas, que según Ferrajoli están sustraídas a la regla de la mayoría.
Ese pacto debe ser ampliado, profundizado y perfeccionado por el futuro Gobierno y el próximo Parlamento.