Existe amplio consenso en los candidatos presidenciales de oposición sobre la necesidad de que el país se dé una nueva Constitución.Los argumentos son sabidos. Uno, las reglas básicas de convivencia y organización política, social y económica de un país, no pueden emanar con legitimidad de una Constitución impuesta por la fuerza, que vulnera principios democráticos esenciales. Dos, una Carta Fundamental debe dar adecuada cuenta de los valores, creencias y aspiraciones de una sociedad, elementos que son dinámicos. Chile no es el mismo de hace 35 años, ni siquiera el del 2000, y tampoco el mundo en que se inserta.
Si se señala que la Constitución fue reformada en diversas ocasiones desde 1989, lo que la legítima, cabe recordar que las primeras reformas se dieron en un marco de diálogo muy restringido bajo un contexto de fuerza, debiendo ser aceptadas como un mal menor por la civilidad democrática, y las siguientes fueron aprobadas por un Parlamento que distorsiona la representación popular.
Además, las normas vigentes de reforma constitucional, quórums legislativos y sistema electoral parlamentario, significan una apropiación ilegítima del poder constituyente por una minoría.
A quienes buscan clausurar la discusión señalando que las normas fundamentales deben ser por sobretodo duraderas, recordarles que la estabilidad de “las cosas”, incluidas las sociales, está íntimamente ligada a su flexibilidad y capacidad de adaptación y cambio, de lo contrario se fracturan o desmoronan, o se transforman en una rígida expresión de tiempos pasados que violentan a los actuales.
Por otra parte, la discusión sobre la calidad y actualidad de una Constitución no debería ser motivo de temores. Así como muchos países discuten cada cierto tiempo, de forma sistemática y participativa, sus planes de desarrollo para el largo plazo (algunos de los cuales incluso exigen que sean aprobados por los Parlamentos nacionales), configurando una política de Estado y asegurando con ello la continuidad de políticas públicas esenciales, resulta igualmente lógico y necesario que el “contrato social” que une a los ciudadanos pueda y deba ser actualizado y perfeccionado acorde con los nuevos desafíos que el país enfrenta y las posibilidades y capacidades con las que cuenta, particularmente cuando es evidente que hay un cambio de época.
¿Cómo hacer el cambio? Inexorablemente debe ser de manera participativa, amplia -social, política y territorialmente- y organizada, de otro modo se persistirá en lo que se busca corregir.
Si el Parlamento no se abre a esta posibilidad y genera un marco legal que posibilite que en la discusión y análisis de un nuevo texto constitucional participe de manera institucional la ciudadanía conformando efectivamente un poder constituyente, el Gobierno cuenta con facultades para generar una instancia participativa con el fin de discutir y elaborar un proyecto de nueva Constitución para presentarlo ante el Congreso.
Por ello, más que un problema para un próximo presidente o presidenta que quiera abrir una nueva y mejor época para Chile a partir de un cambio constitucional serio, esto es, razonado, sustantivo y participativo, el desafío será para el nuevo Parlamento que se conformará mayoritariamente en las elecciones de este fin de año, y el cual muchos esperamos lo asuma a cabalidad.