La ex presidenta Michelle Bachelet cumplió su promesa de “hablar en marzo” y parece que esa noche desató la campaña presidencial. Para algunos, el hecho de que Chile tuvo entre 2006 y 2010 a la primera presidenta mujer es una clara señal de que en el país no se discrimina políticamente a las mujeres.
El mismo día que Bachelet anunció en Nueva York que abandonaba la ONU para volver a Chile, La Tercera publicaba un editorial criticando un proyecto de ley para dar incentivos económicos a las candidatas mujeres a cargos de representación, en la forma de un subsidio a sus campañas.
El proyecto de ley, anunciado por el presidente Sebastián Piñera en el día de la mujer, se presentaba como una forma de combatir la baja tasa de senadoras y diputadas que tenemos en Chile, comparado con otros países de la región y del mundo. La Tercera rechazó la propuesta por considerar que “no existe discriminación arbitraria, ni siquiera de carácter cultural, para que las mujeres ocupen cargos de significación, que es lo que pudiera fundar una acción afirmativa”.
El editorial aprovecha también de expresar su rechazo a una eventual ley de cuotas –no contemplada hasta hoy por este ni por ningún gobierno en el país–, idea que califica como “extrema”, y que según el diario constituye “una garantía anticompetitiva y la exclusión de candidatos con mayor apoyo, en la medida que varones que podrían estar en condiciones de obtener una mayor votación quedarían excluidos en beneficio de una mujer, exclusivamente en consideración al sexo de la candidata”.
El hecho es que Chile tiene una tasa de participación femenina en cargos políticos incompatible con un sistema democrático de gobierno cuya legitimidad depende de que las instituciones políticas sean efectivamente representativas. Chile sobresale en la literatura comparada sobre desarrollo de la democracia en América Latina por lo tardío que fue el voto femenino, a mediados del siglo XX. Hoy en día, somos uno de los países con menor tasa de mujeres en altos cargos políticos en la región.
Este no es un problema de las mujeres, sino del sistema político en su conjunto. Desde hace ya mucho tiempo quienes estudian la teoría de la representación política han señalado que los órganos de representación necesitan parecerse a los representados.
No basta decir que se comparte un ideario ideológico. Ricos que dicen representar los intereses de los pobres, hombres que hablan por las mujeres, blancos que supuestamente representan a grupos étnicos discriminados son cosa del pasado. El parlamento y la clase política necesitan parecerse a la sociedad que dicen representar. Lo contrario es sinónimo de exclusión, y condena a las instituciones de representación a la ilegitimidad.
Aunque para el matutino las cuotas de género son una medida extrema, muchos las descartan hoy por insuficientes y reclaman, derechamente, paridad. No un 30% de candidatas a cargos de elección, sino un 50% de mujeres en los órganos representativos.
Ni el más neoclásico de los liberales rechazaría la intervención del estado para impedir los monopolios económicos. En política, la cancha está desnivelada a favor de los candidatos, que tienen más posibilidades de ser nominados por los partidos y de conseguir financiamiento para campañas. Ya es hora de tomar conciencia del problema, y de hacer algo al respecto.