Después de 8 siglos había sido elegido un Papa alemán. Después de 6 siglos, un Papa – ése – ha renunciado a su cargo. Si a eso sumamos otros signos (un negro en la Casa Blanca, una mujer en Berlín, un indígena en Bolivia, entre otras manifestaciones novedosas) podemos concluir sin dudar que estamos en un tiempo especial de la humanidad.
Nadie puede discutir la importancia de la Iglesia Católica en la actualidad que, aun cuando menor que en siglos precedentes, marca los temas de una buena parte de los humanos e influye en las decisiones no sólo de católicos, sino también de muchos otros hombres y mujeres, incluso de los más poderosos del orbe.
Más que especular en torno a las motivaciones secundarias u ocultas de la renuncia, a las que son tan aficionados los periodistas especializados (curas o no), hay que reconocer un hecho central: Benedicto XVI, hombre poderoso, de una institución poderosa, elegido por sus pares en nombre de la divinidad que los inspira según su convicción, que puede permanecer en el cargo hasta la muerte misma, decide retirarse. No lo hace por miedo a repetir la agonía de Juan Pablo II como dijo alguien. Lo hace por la convicción de que es la voluntad de su Dios que la institución sea dirigida por un hombre en sus cabales físicos y mentales. Y él sabe que físicamente se cansó y carece de fuerza.
Tal vez se gastó de más su cuerpo por los pesares que debió soportar, por el exceso de tareas, por sus viejos problemas de salud. Da lo mismo, pero él decide abandonar esa vida de hombre poderoso, en la que sin dificultades pudo haber permanecido hasta el fin. Porque esa vida se acompaña, como proclamó Alejandro VI, uno de los papas Borgia, de los placeres y bienestares que Dios depara a los justos en el cielo, llena de atenciones, cuidados y beneficios de la índole que él quiera.
Y sentirse poderoso es algo que le gusta especialmente a los que entran en la tarea política, sin perjuicio de que todos ansiamos a una cierta cuota de poder. Pero él renuncia al poder, para que otro más joven asuma sus tareas y enfrente la nueva época que vivirá su institución, a la que muchos pronostican finales terribles y hasta su destrucción total. Es el temido “fin del papado” que predijo San Malaquías, después de un último pontífice llamado Pedro el romano, que debiera ser el que se elija en marzo.
Lo que hizo Benedicto XVI fue poner fin a una época de transición, que inició Juan XXIII con el Concilio; conducido por Paulo VI y frenado y manipulado por el papado de Juan Pablo II, un conservador mediático, de bonitos discursos pero cobarde ante el disenso, tolerante frente a la corrupción, protector de siniestros personajes, aliado político de los republicanos de Estados Unidos en sus peores políticas de violencia e imposición de voluntades en la comunidades más débiles.
Mientras su antecesor quiso poner lápidas al progreso, a la actualización de la institución frente al mundo, Benedicto XVI se limitó a recordar la frase de Jesús en la oración sacerdotal: “No te pido que los apartes del mundo, sino que los preserves del mal”, recordando que no es el mundo el mal, sino las conductas de cada uno y entonces metió mano dura en todo lo que fue tolerante el anterior.
Sin duda eso lo cansó. Sobre todo porque empezó a ser evidente que Benedicto XVI era muy distinto que Ratzinger, menos conservador que su yo que murió al asumir el papado, más valiente, más luchador. En lugar de ocuparse en preservar la entidad administrativa a su cargo, prefirió limpiarla de pedófilos, corruptos, fornicadores, pederastas, poniendo énfasis renovador en la mirada sobre el mundo.
Benedicto XVI fue mejor Papa que lo que muchos podíamos esperar de Ratzinger, para la Iglesia Católica y para el mundo. Abrió las ventanas y las puertas para que entrara el aire puro, como quiso Juan XXIII, para que comenzara a salir la carroña que carcomía los cimientos, no de la fe, sino de la Iglesia institucional.
Su renuncia en un acto solemne y hermoso, porque permite ver a un hombre que no se aferra al poder terrenal, pudiendo hacerlo como nadie.Ejemplo que muchos podrían seguir en el mundo.
Desde nuestros líderes locales que se eternizan en los cargos de elección popular, hasta gobernantes que se sienten iluminados e iluminadores de sus pueblos por lo cual quieren quedarse hasta que los consuma el cáncer o los erradiquen sus pueblos mediante la rebelión.
Tal vez de verdad sea el fin del papado. Puede ser. Pero no en el sentido de que la Iglesia Católica se acabe, sino en cuanto el obispo de Roma no sea más que un primus inter pares y las diócesis locales recuperen su importancia, agrupados en una forma similar a lo que sucede con las iglesias ortodoxas cristianas en la parte oriental de occidente.
La renuncia de Benedicto XVI hará que el mundo se vuelva a preguntar muchas cosas, especialmente sobre la vigencia de este poder vertical y transnacional que trasciende sus campos de acción religiosos.
Vuelve a nacer Ratzinger, pero ahora con una nueva experiencia. ¡Que viva muchos años! Así el mundo ganará un pensador profundo y su institución a alguien que prefiere orar a la divinidad que vanagloriarse de ser su vocero.