El Papa Ratzinger renunció a su cargo dizque por graves achaques de la vejez. Tiene 85 años. Fue elegido Papa por los cardenales, como corresponde, hace casi ocho años, cuando tenía 77 junios. La Iglesia Católica sostiene –no es una alegoría en esa institución llena de dogmas “divinos”- que Dios mismo, el Espíritu de Dios llamado Espíritu Santo, ilumina a los cardenales cuando votan finalmente por el Papa.
No cabe duda que esta vez el Espíritu Santo cometió un error. Fue tan grave que ahora muchos cardenales y vaticanistas han sostenido que el próximo Papa debe elegirse entre católicos solteros que no tengan tanta edad. Cualquier católico soltero, mayor de edad, puede ser elegido Papa.
La Iglesia Católica, que despegó en occidente con el imperio romano y que dice haber sido fundada hace veinte siglos por el propio Jesucristo, ha ido perdiendo la influencia militar, económica e ideológica que alcanzó su máximo entre el siglo IV (Constantino) y el siglo XVI (Lutero), siglos entre los cuales echó las bases de lo que hoy es Europa y buena parte de América, la conquistada por ejércitos católicos y evangelizada por sus intelectuales orgánicos.
En los últimos siglos la Iglesia Católica mantiene, en primer término, una importante influencia ideológica en occidente y es aquí la mayor organización religiosa, pero su palabra (ella vive de la palabra) es cada día menos escuchada en materias éticas, políticas y de consejos económicos. Los postulados de su doctrina social siguen estando en la estratósfera. Nunca han sido aplicados, de manera integral, por Estado alguno y las actuales sociedades complejas sólo se remiten a aplicarlos en el derecho civil. El mundo occidental actual se caracteriza, al contrario, por un creciente laicismo.
Hoy el islamismo es la religión que fundamenta estados, en el oriente y el norte de África. La religión musulmana, está siendo fundamento de nuevos estados (Libia, Egipto).
En nuestro propio país, de los cinco últimos Presidentes de la República, tres son católicos y dos agnósticos, aun cuando más del 70 por ciento de la población se declara católica.
En los últimos años la Iglesia Católica y el Estado Vaticano, sede de su máxima autoridad, se han visto remecidos por la denuncia de escándalos financieros (incluidos asesinatos mafiosos) y de poseer una vasta red de abusadores sexuales de niños y minusválidos.
Ratzinger, que ha sido el principal dirigente intelectual de la Iglesia en las últimas décadas, inició en su gestión papal el reconocimiento del abuso sexual de sus dirigidos y ha hecho críticas públicas globales a esta práctica condenada por la ética occidental moderna y la ley, cuestión que no hizo su antecesor.
Así y todo la Iglesia continúa en cuestión y sigue perdiendo adhesiones.
Las medidas que toma son débiles o superficiales.
En ella aparece como más grave que en otras instituciones y estados, el hurto masivo, la estafa bancaria y el crimen mafioso porque a diferencia de Berlusconi, Rajoy o Sarkozy, el Papa y su institución se declaran fundados por Dios, dicen tener una relación estrecha con él, y su actividad profesional es la de proclamar la pobreza de espíritu, el desapego de los bienes materiales, la virtud de la virginidad, la castidad y el celibato, y porque en sus manos está, para muchos, nada menos que la condena eterna de los que son calificadas como pecadores mortales.
El fundador de la Iglesia calificó como el principal de los pecados el abuso sexual de los niños. Y Ratzinger nos ha recordado que el infierno, torturador, castigador y eterno, sencillamente existe.
En los porfiados hechos, esta institución importante, que se debilita, está ejerciendo una ética de la inconsecuencia. En ninguna otra de las importantes a nivel mundial es tan patente esa contradicción y, por tanto, tan hipócrita la conducta.
Es aún peor que la que tienen los que predican la paz y hacen la guerra o los que proclaman la democracia y ejercen la dictadura. O los que amasan fortunas mientras llaman a acabar con la pobreza. En el caso de los católicos la inconsecuencia no es sólo un atropello a un principio universalmente aceptado sino una verdadera – la verdadera- contradicción vital.
La iglesia, como institución, no tiene inmunidad, ni será eterna.Ella no ha acompañado siempre a la aventura humana, que tiene ya millones de años.Tiene, generosamente, unos dos mil.
El judaísmo tiene dos mil quinientos.
El islamismo tiene mil cuatrocientos.
El hinduismo tiene casi cuatro mil años y el brahmanismo más.
El budismo, unos dos mil quinientos años.
Las creencias en los dioses, sin o con nombres y apellidos, suelen acompañar a culturas y civilizaciones, a diversos modos de producción, a innumerables doctrinas e ideologías, pero, como todas las cuestiones humanas, no son eternas. Tienen altos y bajos, más o menos poder, ésta o esa otra influencia. Surgen y desaparecen.
Tal vez Ratzinger, que nunca peleó contra una dictadura política y que fue, como todos los jóvenes alemanes de su tiempo, un disciplinado soldado de Hitler, quiso ahora, este mes, romper con su vida calma e intelectual, y, con su renuncia intempestiva y original, a los 85 junios, abortar posibles cismas y abrir bruscamente paso a una renovación de la institución religiosa que ama y que está agotándose.
¿Lo seguirá la conservadora curia cardenalicia?
¿Subsanará así, el germano, al menos en la propuesta, el error del Espíritu Santo?