Los últimos hechos ocurridos en La Araucanía han puesto una vez más en el debate la necesidad de buscar una solución a este conflicto que se extiende por más de un siglo. Sin lugar a dudas este es un conflicto étnico, pero tiene también una clara expresión territorial que vale la pena poner de relieve en la búsqueda de soluciones alternativas de políticas.
Las cifras oficiales indican que La Araucanía es la región más pobre del país. Según la última encuesta CASEN esta región posee un 22,9% de pobreza, frente a un 11,5% de la Región Metropolitana. Pero incluso dentro de la misma región existen diferencias en la distribución de la pobreza entre la población mapuche (24,3%) y no mapuche (22,3%), en un contexto en que la población mapuche representa el 46,5% de la población regional total.
Estas cifras son bastante conocidas, así como también lo es la situación de mayor pobreza relativa en que se encuentra la población mapuche, respecto de la no mapuche, en prácticamente todas las regiones del país.
El conflicto ‘mapuche’ se configura como un conflicto territorial cuando agregamos a estos antecedentes otros que dan cuenta de una particular combinación de actividad económica y composición étnica. No parece casual, por ejemplo, que entre las comunas con mayores índices de pobreza se encuentren Lumaco (35,9%) y Purén (38,0%), que son además las de mayor presencia forestal.
Un país que aspira a ser desarrollado no puede hacer vista gorda de la desigual distribución territorial de las oportunidades de desarrollo. La industria forestal constituye una de las economías más importantes del país. Si bien es un sector que genera fuentes de empleos, estas cifras sugieren que los beneficios económicos que se obtienen de la actividad forestal no se están quedando en el territorio donde esta se desarrolla.
Desde una perspectiva de desarrollo con cohesión territorial, apostamos a que todos los territorios del país pueden expresar su potencial de desarrollo y a que ningún territorio sea persistentemente marginalizado.
¿Debiera ser éste un objetivo nacional de un país democrático y moderno? Sin lugar a dudas. Y lo cierto es que existen herramientas de políticas para avanzar en esta dirección. La experiencia de distintos países con importantes porcentajes de población indígena indica que a partir del reconocimiento del territorio como una fuente de identidad, es posible avanzar en mayores grados de autonomía para la administración de dichas unidades territoriales.
Mayor autonomía significa voz efectiva y mucho mayor poder para pensar, elegir, planificar y construir su desarrollo, incluyendo las condiciones y características de su estructura y actividad económica y el uso que se dará a sus recursos naturales y ecosistemas.
Eso no significa total autonomía de cada territorio porque ello impediría la existencia de una nación común, pero sí se requiere un nuevo pacto social sobre los derechos y responsabilidades de las regiones y los territorios en decisiones trascendentales que afectan su destino particular y nuestro destino común.
Tras la Reforma Constitucional promulgada en julio de 2007 que otorga a la Isla de Pascua y al Archipiélago Juan Fernández la condición de Territorios Especiales, se abre el espacio para la creación de territorios de administración especial.
Quizás tenga sentido partir de esa experiencia para romper de una vez con un ordenamiento jurídico excesivamente homogéneo y centralista, de manera tal de avanzar hacia un esquema que refleje de mejor manera la rica diversidad de nuestro país, permita la expresión de las diferencias y asegure a todos los chilenos, independientemente de su origen social, étnico o del lugar donde vivan, iguales oportunidades de expresar sus potenciales y ejercer su ciudadanía de forma plena.