Dentro de la agenda ambiental actual, tanto de la sociedad civil organizada como de las autoridades de gobierno, el tema energético es el más relevante y el que moviliza las mayores demandas por definiciones políticas.
Por una parte está la necesidad urgente de abastecer la creciente demanda energética, reducir los costos actuales y mejorar la competitividad del país; y por otro lado está el hecho de que prácticamente todos los proyectos energéticos en fase de evaluación ambiental enfrentan fuerte oposición por parte de la ciudadanía, oposición que se traslada a los tribunales de justicia.
En términos del rechazo a los proyectos energéticos, podemos considerar que se clasifican en términos generales en dos grandes áreas: el repudio a continuar creciendo a partir de fuentes contaminantes como la energía termoeléctrica basada en el carbón y el diesel, como asimismo, a la instalación de proyectos en áreas sensibles que generan impactos sobre el ambiente y la población. Es decir, oposición al tipo de proyectos y a la ubicación de éstos.
Nuestra política energética y nuestra política ambiental están basadas en que sean los interesados en proveer el servicio, quienes tomen las decisiones antes mencionadas: tipos de fuente energética y localización de los proyectos. Sin perjuicio de que se hayan incluido incentivos u obligaciones a incorporar energías renovables no convencionales (ERNC) en la matriz y de que esta participación deba ser creciente en el mediano plazo, las decisiones económicas de inversión asociadas al mercado energético las toman los proveedores.
Muy probablemente una modificación radical de esta estrategia, pasando a una planificación centralizada desde el Estado en cuanto a tipo de matriz y localización de los proyectos no venga a solucionar o revertir el rechazo y la judicialización de proyectos. No es automático que una decisión pública genere más consenso que las decisiones privadas, al menos en el ámbito ambiental.
Existe, en términos de localización de proyectos (no sólo energéticos) una fuerte presencia del efecto NIMBY (no in my back yard o no en mi patio trasero), bajo el cual la sociedad, que genera una demanda creciente por bienes y servicios, no está dispuesta a soportar el emplazamiento de proyectos en la cercanía de sus hogares.
Lo mismo ocurre con antenas de celular, o industrias molestas o contaminantes. Si a esto se suma que los proyectos optan en su ubicación por territorios con bajo costo de adquisición, tenemos en la mayoría de los casos proyectos impactando a comunidades rurales con poco margen de negociación (Caimanes y Pelambres, Freirina y Agrosuper, Vertedero Lomas Coloradas y TilTil, entre muchos otros).
No es un problema de solución inmediata. Por una parte existe una fuerte oposición a seguir incorporando nuevos proyectos en zonas históricamente impactadas y saturadas. Las llamadas “zonas de sacrificio” como son Mejillones, Ventanas, Huasco, Coronel. Estas zonas reciben el impacto ambiental “concentrado” y no parecieran recibir los beneficios económicos asociados a dichos proyectos.
Sin embargo, la contraparte también genera rechazo, nos referimos a zonas muy poco intervenidas con territorios prístinos que tienen una alta valoración por parte de la sociedad, sin que necesariamente dicha sociedad haga un uso directo de estos territorios. Es el caso de la Patagonia y los proyectos hidroeléctricos que buscan emplazarse en ella.
En este escenario, es difícil proyectar que en el futuro, se reduzcan los problemas por el emplazamiento de los proyectos energéticos, indistintamente de quien asuma la responsabilidad de elegir los lugares.
Si la actual institucionalidad ambiental entrega la potestad a los titulares de definir el lugar y a su vez le niega a la autoridad ambiental la atribución de cambiar dicho emplazamiento, pareciera que la solución más viable es: a) modificar la actual legislación ambiental y entregar atribuciones a la autoridad para relocalizar proyectos, en el contexto de una política de ordenamiento territorial nacional, o b) avanzar en la incorporación voluntaria, por parte de los titulares, de mayores consideraciones ambientales y sociales a la hora de determinar el emplazamiento de los proyectos, aún a costa de mayores inversiones iniciales.
Ninguna de las dos opciones asegura, sin embargo, la eliminación de los conflictos y su posterior judicialización.
En cuanto a la creciente demanda por modificar la actual legislación ambiental en vista de la escalada de conflictos a la que nos hemos visto enfrentados, es conveniente recordar que la actual regulación ambiental a través del SEIA y su institucionalidad asociada, no fue diseñada para rechazar proyectos. Quienes esperan un nuevo diseño que incremente la tasa de rechazo de proyectos, están en la línea equivocada. No podemos diseñar un sistema que se oponga a priori proyectos termoeléctricos o hidroeléctricos.
El espíritu de la gestión ambiental a través del SEIA es “mejorar” los proyectos. Que éstos incorporen en su diseño las consideraciones ambientales y sociales que antes no eran consideradas. Que se hagan cargo, vía mitigación o compensación, de los inevitables impactos que los proyectos conllevan. Este espíritu de contar con mejores proyectos es el que anima al sistema. No la resistencia ideológica a determinados tipos de proyectos.
En este sentido es innegable que se ha avanzado y que en la actualidad se cuenta con proyectos más integrales desde el punto de vista ambiental. También es innegable que se necesita avanzar aún más.
En vez de cambiar el espíritu de nuestra gestión e institucionalidad ambiental, se debe avanzar en mejorar las evidentes falencias que presenta el sistema y que ya han sido definidas por la autoridad competente: reducir la discrecionalidad en la evaluación de proyectos y generar guías metodológicas por tipos de proyectos.
Es interesante estudiar el papel que juegan en la actualidad las consultoras ambientales y el impacto que produce la subordinación de su trabajo al titular que las contrata. Se han documentado diversos conflictos en orden a que las consultoras buscan minimizar el impacto de los proyectos que asesoran, para a su vez reducir los compromisos a cumplir en las resoluciones de calificación ambiental.
Se podría apuntar a la creación de un registro público de consultoras y la asignación por parte de la autoridad de la que el titular deba contratar para su estudio,con el fin de reducir la discrecionalidad de los estudios.
Una reforma de mayor magnitud sería reformular el sistema de evaluación, que en la actualidad le entrega al titular toda la responsabilidad de proveer la información en base a la cual se tomarán las decisiones, incluida la línea base y la determinación de impactos.
En otros países la determinación de dicha información descansa en las autoridades ambientales y los titulares deben someterse a parámetros de impacto previamente cuantificados. Se evita de esta manera la discrecionalidad proyecto a proyecto.
Es evidente que nuestra institucionalidad ambiental y su sistema de evaluación de proyectos tienen falencias que no solo se resuelven a través de la vía administrativa y la generación de guías metodológicas.
Se deben repensar algunos lineamientos centrales que sostienen su actual diseño, en conjunto con urgentes definiciones estratégicas en otros ámbitos de la gestión ambiental, como son una política nacional de protección, conservación y uso de nuestros recursos naturales.