La actual ministra Pérez, de la cartera de Justicia nos da a conocer en una entrevista íntima que su abuela , actualmente de 80 años, no pudo concretar sus aspiraciones profesionales , al serle vedada esa posibilidad por su familia, la que no veía con buenos ojos a una mujer en las aulas.Evoqué entonces a mi madre quien siendo bastante mayor que la abuela de la Ministra también en su tiempo se encontró con variados obstáculos para llegar a la Universidad, el principal, la oposición de su padre, un austero magistrado que llegó a encabezar el más alto Tribunal de la República.
El padre de mi madre, como casi todos de su generación, quería para su hija única el altar, de tener suerte, o bien el encargo del cuidado de sus padres, llegados éstos a la ancianidad. Al abuelo dignatario no le caían bien las discusiones. “No se hable más del asunto. Su rol es la casa y sanseacabó”.
Rebeca, que así se llamaba mi madre, era una luchadora en tiempos en que la vida no era fácil para las mujeres con inquietudes, por el hecho simple de ser mujeres. Ante la negativa de mi abuelo, mi madre luchó. Ignoro con que armas convenció a mi abuela y nunca me fue revelado con que argumentos mi abuela convenció a su vez al magistrado.
El caso es que éste sentenció a comienzos de 1932: “Está bien , te acompañaré a matricularte a la Universidad siempre que allí se me garantice que hay otras señoritas estudiando leyes; si no encuentro a ninguna, te vuelves”.
Cuentan que era Goethe el que decía que “cuando hay un propósito y la decisión de satisfacerlo, la providencia entera se confabula para ello”.
El caso es que mi abuelo Abraham –quien siempre tendrá mi admiración y la de la historia -, se encontró con un viejo conocido, don Servando, quien llevado por la misma inquietud traía del brazo a su hija María. Fueron, al final, tres mujeres en aquel curso de leyes, mi madre y dos Marías, las que iniciarían así una amistad que las acompañaría hasta el final de sus días, o hasta cuando el tiempo hostil nubló sus respectivas memorias.
Mi madre, egresada con máxima distinción haría su carrera en medio de vetustos caballeros de bigotes en punta y jóvenes y ensombrerados abogados. Desde mi perspectiva de hijo, tener por madre a Rebeca no me resultó para nada fácil. El niño que fui tendía más al juego y a la chacota que a emular su brillo académico manifestado en puros siete en el colegio y la universidad y en calificaciones sobresalientes de servicio.
Tampoco ha de haber sido fácil la vida de mi mamá: llegar de vuelta a corregir tareas, a pelear con las rebeldías infantiles y atender al marido exigente.
Hacia fines de 1964, yo tenía recién 14 pero era aun bastante regalón de mi mamá. Mamón se diría hoy. Una noche, antes de irme a acostar, Rebeca me pide “conversar unas palabritas contigo”. Tras cartón me anuncia que el Presidente Frei Montalva, recién electo, le había ofrecido el cargo de subsecretaria de Economía. Puso en mis manos la decisión con las siguientes palabras: “Si tu vas a seguir necesitando de tu madre para que te ayude a estudiar, no acepto el cargo, pues es de mucha responsabilidad y dedicación.Tú decides”.Aceptamos el cargo. Para beneficio de ambos, pienso ahora. Nunca más creí necesitar su ayuda en el resto de mis días de estudiante y ella pudo cumplir a cabalidad la responsabilidad de regular una economía de precios fijos.
Tengo siempre a la vista la foto de esos tiempos de Rebeca. La única falda entre sus pares subsecretarios, rodeando al Presidente Frei.
Volviendo a estos tiempos de la joven ministra Pérez ejerciendo con brillo y dignidad el cargo de ministra y siendo yo testigo de cómo se multiplica en nuestros días el rol bienhechor de la mujer en tantos planos distintos, pienso que todos le debemos más de algo a aquellas como la señora Rebeca.
Esas mujeres que abrieron surcos, atreviéndose en su época a desafiar las voces tronantes de los patriarcas y que, contra viento y marea, se ganaron un lugar de honor en la sociedad y, obrando así, aparecieron. Sí, aparecieron, como en las fotos sepias de finales de los treinta y los cuarenta en que se destaca ella, única mujer, de sombrero a cuadritos, la boca corazón de guinda, en medio de un universo uniformemente masculino.
Ayer no más , celebrando con mi hermano el cumpleaños de éste, le referí cuando no hace mucho, en un almuerzo , un comensal más viejo que no me quería nada, pretendió herirme diciendo a los demás “este hombre se llama Alberto Chacón , pero es mejor conocido como el hijo de la Rebequita”. En su momento me sentí ofendido, mal que mal había tenido yo mismo algún pedigrí profesional y no me ha gustado nunca ser hijo de…
Si hoy esas palabras me fuesen dichas, habría replicado con voz entera “es cierto, soy un hijo de la Rebequita, y a mucha honra”.
Así se lo dije a mi hermano. Segundos después nos miramos a los ojos y simplemente, sin agregar palabra, levantamos nuestras copas y nuestra mirada al cielo. En recuerdo de doña Rebeca.