Estamos tan habituados a aceptar lo reciente como si hubiera existido siempre, que ni siquiera se nos pasa por la cabeza la idea de que durante siglos la gente vivió con absoluta prescindencia de eventos que hoy se estiman indispensables. Las ferias del libro y los premios literarios son en términos históricos, muy nuevos y jamás se ha demostrado que fomenten la lectura o la creación de obras de valor. Pero tampoco se ha comprobado lo contrario y ya que existen, hay que tomarlos en cuenta.
Indudablemente, la participación de Chile como invitado de honor en la Feria de Guadalajara fue un éxito: el stand era magnífico, nuestros escritores se lucieron, los asistentes quedaron felices y suma y sigue. La mayoría de los comentarios han sido positivos, salvo unas pocas voces críticas, acalladas por la marea de ovaciones. El entusiasmo es preferible a la apatía, de modo que parece sano sumarse a este clima de panegíricos. En cuanto a las proyecciones futuras del multitudinario encuentro… es mejor dejar las cosas hasta aquí.
Los galardones locales al mejor narrador, la mejor novela, los mejores cuentos, los mejores poemas, la trayectoria y otro sinfín de cuestiones son harina de otro costal.El Premio Nacional de Literatura está tan desprestigiado que pasa inadvertido, lo que a veces es odioso: el año pasado lo obtuvo Óscar Hahn, uno de los poetas genuinamente eminentes de la nación. El Municipal se sumió en la clandestinidad. Y hay otra infinidad de recompensas de las que apenas se enteran los familiares del laureado, porque nadie sabe de ellas.
Evidentemente, la mayor cantidad de recursos para promover el libro y la lectura proviene del Estado y, en concreto, del Fondo del Libro, dependiente del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), que tiene rango ministerial desde 2003. Sin perjuicio de que las cifras que muestra el CNCA con respecto a la inversión cultural son persuasivas, el alcance de su labor resulta sumamente hipotético.
Todos los años el Fondo del Libro abre licitaciones con el objeto de producir documentos impresos o virtuales -tratados, revistas, manuales, historietas, páginas web, etc.- y se designan comisiones de especialistas para adquirir textos destinados a las bibliotecas estatales.
Esto se traduce en la manufactura de miles de volúmenes -firmados por chilenos, pues la ley descarta a los extranjeros-, cuya suerte es desconocida, pese a ser financiados por las arcas fiscales. Y si es difícil que estos ejemplares secretos circulen entre un mínimo de personas, no se divisa cómo ello pueda manifestarse en un incremento de lectores.
Desde 1993, cada año el Fondo del Libro otorga premios a los autores nacionales en las categorías de novela, cuento, poesía y ensayo, tanto para obras inéditas como publicadas. Es la distinción literaria de más alto valor económico que se concede en Chile y asciende a unos 10 millones de pesos. En ningún otro país sudamericano el Estado desembolsa cantidades semejantes para sus escritores.
A este beneficio se añaden las becas de creación literaria, el Premio Escrituras de la Memoria, el Roberto Bolaño, el Pablo Neruda, el Manuel Rojas, etc., por lo que la cantidad de dinero destinada a estos títulos debe alcanzar cientos de millones de pesos anuales.
Hasta la fecha, y limitándonos solo a los premios del Fondo del Libro que se instauraron en 1993, el Estado de Chile ha remunerado a unos doscientos literatos.Invariablemente, la acogida que este dispendio tiene en los medios de comunicación ha sido nula; si es que un periódico menciona a algún triunfador, lo hace en secciones sin visibilidad.
La pregunta que surge enseguida es: ¿cuál autor o autora ha iniciado una carrera literaria promisoria gracias a este certamen?
La respuesta, tras ver las listas de ganadores es: nadie o casi nadie (ciertos escritores de prestigio han logrado la condecoración). La mayoría de los laureados consiste en nombres de insuficiente repercusión en el ámbito de las letras. Se han dado, en forma frecuente, situaciones estrafalarias: ha habido textos inéditos premiados que después no han sido aprobados por ninguna editorial.
Y hay otros hechos desconcertantes: muchas personas han obtenido el beneficio varias veces, a pesar de lo cual las tiradas de sus obras son minúsculas. En otras palabras, los premios del Fondo del Libro son irrelevantes, si bien todos estamos financiando un gasto millonario cuya trascendencia es ínfima para nuestra literatura.
Todo esto puede sonar un tanto arcano, quizá un tema para expertos. No lo es en absoluto, pues están en juego instituciones oficiales. Las editoriales transnacionales y las empresas privadas también entregan condecoraciones discutibles, aunque no están sometidas al mismo escrutinio que las reparticiones estatales.
¿Qué leen los chilenos? La costumbre de anunciar en los diarios las listas de libros más vendidos es relativamente actual y se presta para discordias: siempre se repiten los mismos autores, nunca se indica la cantidad de ejemplares que se transan, estaría sujeta a maniobras, hay poca transparencia en el método, etc.
Sin embargo, con todos los reparos que puedan formularse a dichos listados, algo indican sobre las tendencias de la escasísima gente que adquiere libros. Y esas tendencias son la Autoayuda, el Feng Shui, el Reiki, la Aromaterapia, las recetas, los bestsellers ocasionales y cosas peores, mucho peores.
¿Tenemos derecho a quejarnos de que la población lectora del país sea, en verdad, insignificante o inexistente?
Ninguno si es que las autoridades, durante las pasadas décadas, han mostrado tanta incompetencia sobre este tema. No obstante, es injusto apuntar el dedo únicamente en contra de ellas.
La crisis del libro y la lectura es un fenómeno mundial, que se ha visto acrecentada a niveles inimaginables por la tecnología digital, que permite estar todo el día conectado sin que sus usuarios perciban que, por lo general, no están en contacto con ningún ser humano, sino aislados, enajenados, embrutecidos por los miles de aparatos que se inventan a cada rato.
De modo que no debe culparse solo a los Estados ni a los gobiernos por esta incontrolable situación; aún así, es procedente pedirles que tomen cartas en el asunto.
Además, en lo que concierne a los hábitos ciudadanos –leer es uno de ellos- y a la educación, es legítimo plantear reparos a las políticas públicas, aun cuando consistan en señalar las irracionalidades, el descuido burocrático o las soluciones absurdas, como el maletín literario.
Alone definió a la lectura como el vicio impune: nada lo supera y solo nos enriquecemos gracias a el.
Para Somerset Maugham era una droga más adictiva que el alcohol, ya que si el borracho desprovisto de vino es capaz de tomar acetona, el lector sin libros recurrirá a los avisos de un diario antiguo y hasta a la guía telefónica.Claro que esto fue escrito hace unos 50 años, antes de que, al menos en Chile, la práctica de leer estuviera en vías de extinción.
Mientras tanto, Guadalajara sigue en un llano, México en una laguna y en Santiago el libro, la lectura, las librerías y todo lo relacionado con ellos tal vez tienen los días contados.