Cuando el Partido Comunista celebra sus cien años de existencia, se encuentra sometido al mismo dilema que lo desveló en 1970. ¿Qué hacer si la teoría leninista soviética no sigue a la práctica comunista chilena? Era un problema grave pues el líder de la revolución rusa observó una vez que “no hay práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria y viceversa”.
Por una parte, la práctica política comunista consistió, en lo esencial, en renunciar a la violencia física organizada y a la ruptura violenta del orden institucional chileno.
En efecto, el partido de Luis Emilio Recabarren y Pablo Neruda se desarrolló en un régimen multipartidista y no de partido único, y llegó al poder a través de las urnas y no mediante un Golpe de Estado. Ese fue “el camino de victoria” que lo llevó a ser el principal sostén del gobierno de Salvador Allende y de “su vía chilena al socialismo en democracia, pluralismo y libertad”.
Por otra parte, la teoría política leninista lo llevaba en una dirección contraria. La propuesta revolucionaria leninista, en su versión canónica, implicaba la toma violenta del poder, la destrucción del Estado anterior y la instauración de la llamada dictadura del proletariado. ¿Era la estrategia comunista chilena una simple adecuación táctica a una correlación de fuerzas desfavorable, la que le impedía realizar sus verdaderos propósitos?
Que lo debatan los actores de la época, muchos de ellos aún vivos, y que los historiadores emitan sus juicios, siempre provisorios. La cuestión es ahora otra.
La cuestión es que tras el 11 de septiembre de 1973 el Partido Comunista supo en carne propia de los horrores que experimentó Chile.Violaciones sistemáticas de derechos humanos cuando se quebró lo que se motejaba como legalidad burguesa y democracia formal, siendo reemplazada por el derecho del más fuerte y la autocracia del más violento.
Del mismo modo, los sectores democráticos de la oposición a Salvador Allende, la Democracia Cristiana incluida, aprendieron también muy dolorosamente que ni las tradiciones de las Fuerzas Armadas chilenas, ni la historia republicana ni los llamados a “la cooperación patriótica” con “el restablecimiento del orden institucional” impidieron una autocracia de casi dos décadas. No hay dictaduras transitorias ni benevolentes.
Agreguemos a esta experiencia que el Partido Comunista sufrió las negativas consecuencias de su adhesión, tras la revolución nicaragüense de 1979, a la tesis que validaba todas las vías de lucha. Ello lo llevó a apartarse de su historia política y de las grandes mayorías nacionales, sobre todo, tras el cinco de octubre de 1988. La política democrática era y es una teoría ética y políticamente superior.
Un viejo y cansado Norberto Bobbio, el filósofo socialista de la democracia, ni marxista ni antimarxista, sostuvo que había llegado al final de su vida horrorizado por lo que había sido testigo: dos guerras mundiales, comunismo, fascismo, nazismo, Auschwitz e Hiroshima, guerra fría, conflictos raciales y terrorismo.
Sin embargo, tenía una esperanzadora certeza que le decía que la historia del siglo XX también demostraba que sólo la democracia permite la formación y el desarrollo de las revoluciones silenciosas, esas que hacen que hombres y mujeres sean libres e iguales, convivan pacíficamente y construyan las sociedades más justas del mundo. Esa es la certeza de los chilenos del 2010.
Entonces, ¿porqué no derechamente reconocer, todos y al unísono, que sólo hay un régimen político legítimo que se define como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, fundado en el respeto y promoción de los derechos humanos?
Esos derechos que no se le reconocen al disidente chino preso, a una mujer atemorizada por un régimen talibán, a un joven musulmán torturado en Guantánamo o a una mujer llamada Rosa Payá en Cuba. La democracia supone una permanente ofrenda, en la teoría y en la práctica, que hay que saber pagar.