Fue en el verano del año 1984, en dictadura. Yo era una joven estudiante universitaria, y hacía un trabajo de verano como secretaria de una prestigiosa oficina de abogados de la calle Amunátegui.
Ese año conocí el valor del uniforme para los empleados de las céntricas oficinas del centro de Santiago. Éramos cinco secretarias, pero en el ascensor de la mañana éramos muchas más. Todas usaban uniforme, salvo yo como reemplazante que era.
Recuerdo que las secretarias se asemejaban entre ellas: trajes de dos piezas, colores suaves, faldas ajustadas a la rodilla, blusas blancas, botones dorados, zapatos reina de tacones medianos, carteras al hombro. Los ascensores de la mañana colapsaban de jóvenes secretarias y estafetas cuidadosamente vestidos y peinados. Por el color de sus uniformes se identificaba a quienes venían de una misma oficina.
El verano terminaba, y entre los afanes del día, conversación obligada era el próximo uniforme que se usaría en invierno. Eran ellas las encargadas de elegir el modelo entre los catálogos que el jefe de personal les entregaba. Las discusiones eran largas y acuciosas; pero una sola cosa estaba clara, todos y todas agradecían el uniforme que la oficina les ofrecía.
El uniforme era indiscutiblemente economía al ingreso; pero era también identidad. Se sabía por el color, la calidad y los detalles (más que el diseño) quien provenía de que oficina; el uniforme hablaba del status y la situación laboral de quien lo llevaba.
Solía ocurrir que entre la secretaria del gerente y el resto, pequeños detalles anunciaban las jerarquías y pequeños privilegios dentro de ese mundo. Pero por sobre todo, el uniforme como lo dice su nombre, dejaba poco lugar para la improvisación y el equívoco; quien lo usa, sabe siempre que vestirá lo correcto, lo adecuado al lugar y a lo que se espera de ella o él.
El uniforme uniforma, y así también oculta los propios orígenes, el habitus, la vulnerabilidad o precariedad en la que la gran mayoría de esas secretarias vivía y vive. Allí aprendí que antes de bajar de la micro, ellas se cambiaban sus viejos zapatos por los del uniforme, borrando así toda evidencia del polvo del propio barrio, de la propia población.
El uniforme era también arma de conquista y seducción. A las 13:00 hrs. en punto, cuando el cambio de guardia ocurría en las puertas de la Moneda, las secretarías de ese edificio de Amunátegui, se desplazaban en pequeños grupos, a la conquista de la mirada rápida y seductora de los guardias de palacio elegantemente uniformados.
A la Moneda de esos tiempos, ellas parecían no temerle, el encandilamiento de esos uniformes de palacio parecía silenciar todo temor o gesto de desacato a la dictadura. En este juego de conquista de los guardias, no siempre se ganaba; la gran mayoría de ellas se contentaba con sentir sobre sus cuerpos enfundados en los estrechos uniformes la llovizna de la fuente de agua que aliviaba el calor de mediodía.
El uniforme era también un principio de distinción, que quedaba en evidencia cuando entrábamos a almorzar al casino de Impuestos Internos, donde el gris de los empleados, la gran mayoría hombres, se reavivaba con el suave colorido de las secretarias.
Allí las miradas importaban, deslizándose entre mesas, bandejas y ternos grises, ellas calculaban en un rápido abrir de ojos, el lugar a ocupar. Pero era solo después de almuerzo que el uniforme tenía su revancha; aún quedaban quince minutos para recorrer el Paseo San Agustín y dejar volar la imaginación entre vitrinas de sostenes y calzones de encaje.
Era ahí, en ese mismo momento, donde la subversión a la uniformidad pacata y apastelada del uniforme, dejaba lugar al rojo, al rosado, al negro y al verde nilo de esas pequeñas prendas.
Las vitrinas de la galería San Agustín envalentonaban el erotismo de ese caluroso verano de la dictadura y abrían hacia las ensoñaciones del consumo. Nadie escapaba a la seducción de esos colores y texturas, entre risas y susurros la codiciada mercancía circulaban de mano en mano, y las carteras regresaban al trabajo llevando alguna prenda que perturbaba la monocromía de esos tiempos.
Economía, identidad, status y silencio frente a las huellas de la dictadura en los cuerpos eran los principios del uniforme que esas jóvenes secretarias lucían orgullosas y obstinadas en su empeño de acceso a la siempre esquiva modernidad.
Vestir y lucir un uniforme era la evidencia que – a pesar de los tiempos de pobreza, precariedad y disciplinamiento -, se tenía un trabajo, y no cualquiera.
Un trabajo que plasmaba sobre el propio cuerpo, los sueños de la clase media trabajadora de este país. El uniforme era y es el símbolo de pertenencia y afiliación, aunque fútil y precario, a la condición salarial.
El uniforme de aquellos tiempos – y posiblemente el de hoy – participaba de la paradoja de un modelo que premiando somete; y donde la ilusión de la distinción, la libertad y la emancipación por el mercado se estrellaba irremediablemente con la añoranza de un Estado protector.
Son las paradojas que durante todo el siglo XX encubó el ideario del empleado y empleada de cuello blanco.