Esta sociedad es reacia a la muerte. Y es curioso, ya que la muerte nos rodea a diario y descarnadamente. Guerras, enfermedades, crímenes, muertes accidentales, muertes naturales, muertes por todos lados, en cada segundo y en todo lugar.Pero, insisto, esta sociedad le es reacia. La muerte es aquello de lo que no queremos hablar, ni aventurar, ni siquiera imaginar. Ni la propia muerte ni la de los que nos rodean ¿A qué se debe?
Muchas razones y muchas explicaciones. En principio, podemos decir que nuestra mortalidad solo se hace posible en la medida que la muerte se ve de lejos. No vivimos pensando en morir, y eso, de algún modo, supone que le da sentido a la proyección y al futuro. Pero en el futuro, la muerte advendrá, inevitablemente. Y después de la muerte, quién sabe. Nada, tal vez.
Este amor por la vida y esta negación de la muerte se nos ha tornado patológica. Se nos ha impuesto y se nos ha convencido que la vida es lo único que importa. Y no hay problema con valorar la vida, sin duda. El problema es que nuestra sociedad ha construido un culto a la vida por sobre nuestra naturaleza. Y no sólo eso. Ese culto a la vida, es a cualquier precio. Si ese precio es la propia dignidad, que así sea.
Nadie tiene derecho a elegir morir. Nadie tiene derecho siquiera a la dignidad en la muerte.Nadie tiene derecho realmente sobre su existencia, menos sobre su cuerpo. Eutanasia, aborto, ni hablar.
Junto con esto, esta maravilla de la vida está rodeada de consignas contradictorias que nos atrapan. “Vive, vive lo más posible”, nos dicen, “pero ojo, no de cualquier manera”. Debes vivir a la manera que dicta la sociedad, o dios.
El cómo vivir no está en nuestras manos. Somos una sociedad prohibitiva. Se nos restringen y se nos prohíben los goces.“Vive mucho, niega la muerte, pero no goces” parece ser la consigna social. El goce es la ingobernabilidad, pareciera ser. Sin ir más lejos, somos capaces de sentirnos felices (según algunos estudios en Chile) sin siquiera tener noción de la insatisfacción.
El problema, para todos, es que nuestra existencia es irremediablemente gozadora.Somos sujetos deseantes y con una capacidad de disfrutar infinita. Y, además no hay vida si no se goza. Sin goce, quedamos suspendidos. Y la vida, no se resume en cantidad de años, sino que en cómo lo hemos hecho. La vida puede durar segundos, días, años… quién lo sabe. Pero la vida es vida en cuanto se experimenta hoy.
Nos han convencido de que debemos restringir el goce, y que eso nos será recompensado, algún día. Es más, para algunos, les será recompensado después, en la muerte.
La postergación del goce y la satisfacción es una capacidad humana superior necesaria para la convivencia social. Eso es indudable, pero se nos ha pasado la mano.
Nos hemos convertido en superdotados de la postergación. Y postergamos por culpa, por miedo, por creencia, por muchas razones de las que ni siquiera somos conscientes. Y si postergamos tanto, ¡tanto!, es porque no incorporamos la muerte a nuestra vida.
Sin consciencia de la muerte, la vida es eterna. Ergo, puedo seguir postergando. Pero el tiempo es finito. Moriremos. Sí, moriremos irremediablemente.
Entonces, simplemente, invito a pensar lo siguiente: si la vida es finita, si moriremos, si no sabemos cuándo ocurrirá, si, además, los que nos rodean también son finitos, ¿No será momento de replantearnos un par de cosas?
Esto no es un llamado a restarnos de la convivencia social, ni un llamado al individualismo máximo.Es justa y precisamente lo contrario.