La revista The Economist, un semanario reverenciado por la derecha chilena -y además por la izquierda, la centro izquierda y en general todos los institutos de estudio influyentes- viene publicando hace tiempo un listado con las mejores y las peores ciudades del mundo.
Esa fascinante preocupación no es privativa del prestigioso rotativo, el cual se limita a repetir como loro cifras y datos elaborados por una agencia privada, la Economist Intelligence Unit (EIU), que desde 1946 asesora a empresarios, financistas y gobiernos para entender “cómo mañana será diferente a hoy”.
La EIU también nos regala, de manera periódica, apasionantes informaciones en torno a muchos asuntos, resaltando los países que poseen las urbes más atractivas y las más horripilantes. Los criterios para dictaminar lo bueno y lo malo son, en ambos casos, prácticamente idénticos: disponibilidad de bienes y servicios, niveles de seguridad e infraestructura.
Este año, The Economist coronó a Melbourne como el emplazamiento urbano más habitable del planeta. Australia es el país líder en cuanto a metrópolis de lujo, pues Adelaida, Sydney y Perth destacan en los primeros lugares de la lista. Le sigue Canadá con Vancouver, Toronto y Calgary. En Europa, solo Viena y Helsinki caben en el selecto club de los puestos superiores.
La gente que lee este tipo de artículos –y que es mucha más de lo que se piensa-, así como los pontífices del bienestar, enseguida proclaman las maravillas de semejantes paraísos.
A nadie se le ocurre pensar que Australia, el sexto estado más grande del orbe, con apenas 20 millones de habitantes, tiene un ingreso per cápita sideral –ahí hasta los pobres son ricos- y que, para conseguir visa de turista, hay que presentar incluso el ADN de los tatarabuelos. Así, resulta facilísimo exhibir tales milagros.
Y pocos de quienes se arroban ante esta propaganda turística toman en cuenta que Canadá es la segunda nación de la tierra en tamaño, tiene 30 millones de almas, uno de los más altos desarrollos económicos del planeta y un clima infernal (muy ventajosas serán Vancouver o Toronto, pero el invierno ártico dura 10 meses).
Detrás de todo esto, y a pesar de que The Economist es inglesa, está una de las más perversas formas de manipulación de la mente humana que se conocen, originada en la sociología estadounidense de las estadísticas y después utilizada para lo que sea.
En su expresión académica –o burocrática- se manifiesta en las encuestas: las encuestas nos dicen quien pierde una elección, de lo que se deduce por quién hay que votar, qué objetos adquirir, cuales son las tendencias políticas predominantes, el grado de aprobación de los dirigentes, con qué se está de acuerdo o en desacuerdo, midiendo, inclusive, hasta el nivel de felicidad individual. Su rasgo más burdo consiste en los hits, los rankings, los récords, los Top 10, el concurso Miss Universo, la mayor metedura de pata…
Tampoco salta de inmediato a la vista la obscenidad de calificar poblaciones idílicas en un mundo en el que hay más de mil millones de seres humanos en condición de indigencia extrema y una cantidad aun más elevada en el umbral de la pobreza.
Si ignoramos eso, que es lo que hacen casi toda la prensa y todas las organizaciones encuestadoras, resulta que Helsinki es la gloria, aunque posea el índice de suicidios más elevada del globo.
O que Calgary y Sydney son fabulosas, aun cuando lo que nos ofrecen sea un ideal de existencia sanitizado, robótico, pasteurizado.
Ni qué decir tiene, París, Madrid, Berlín, Roma, Estambul, Atenas, cuyo aporte cultural es incalculable, figuran en sitios muy secundarios cada vez que se trata de los sublimes valores que propician la EIU, The Economist o rotativos semejantes.
Con todo, lo verdaderamente escandaloso, lo decididamente repugnante, es la clasificación de las peores capitales del planeta. A la cabeza está Dhaka, de Bangladesh y le siguen Lagos (Nigeria), Harare (Zimbabue), Argel, Karachi (Pakistán), Teherán y Abiyán (Costa de Marfil).
Tanto el eminente magazine que hemos citado, como los genios que calculan cuál es el detergente más vendido, pasan olímpicamente por alto el desastroso pasado colonial del Indostán legado por Gran Bretaña y la intervención francesa en África.
En el subcontinente indio, la retirada inglesa condujo a la Partición en dos estados por presuntos motivos religiosos (Pakistán e India) y a una de las guerras civiles más cruentas de que se tenga memoria, que culminó con la independencia de Bengala, hoy Bangladesh.
¿Es concebible que Dhaka, asediada por el hambre, las enfermedades, el fanatismo, la explosión demográfica incontrolada, sea un espacio placentero para vivir?
¿Es imaginable que Karachi, dominada por la violencia, el negocio de los sicarios, el mercado negro del agua potable, el terrorismo, pueda mostrar el ambiente plácido y esterilizado que fomentan The Economist y los intelectos que analizan cuántas tazas de café se beben a diario en Milán?
Lagos, sumida en la inestabilidad y la corrupción, Harare, donde persisten desigualdades inconcebibles, Argel, convulsionada por el caos del poder y el integrismo islámico o Abiyán, presa de explosivos disturbios raciales, por supuesto que tienen aeropuertos inseguros, son muy peligrosas e insalubres, padecen de represión gubernamental, en suma, merecen bajas notas por parte de la EIU y los medios que calcan sus aciagos diagnósticos.
Hay un concepto que preside todo este despliegue de porcentajes e indicadores acerca de lo bueno y lo malo: la calidad de vida. Ya está tan arraigado en la conciencia colectiva, que puede parecer inútil cuestionarlo. Y podría significar desde la manera de sobrellevar una operación, hasta la cantidad de autos, televisores, celulares, computadores o artefactos que se puedan comprar, desde las horas de sueño, hasta la práctica de algún deporte.
Pero, sobre todo, es la nomenclatura favorita de la ideología del consumo y de quienes la llevan a cabo por doquier, o sea, los organismos encuestadores.
Aparte de que el término mismo es una aberración -¿se puede cuantificar, calibrar, regular, tasar, arquear, la vida humana?-, ahora todo se reduce a saber cómo es la calidad de vida en tal o cual situación, entre ciudadanos de diversas procedencias, en cualquier parte.
Los habitantes de Toronto poseen una calidad de vida sensacional, a juzgar por su transporte, mientras que los de Teherán exhiben una calidad de vida horrenda, tal vez porque los precios del petróleo han bajado.
De algo sí que podemos estar seguros: Toronto es aburridísima y Teherán entretenidísima, en la primera no pasa nada y en la segunda a cada rato hay novedades. Claro que estos factores carecen de relevancia para The Economist y consortes, así como para los mercaderes de la opinión pública.
Desde luego que un monje budista, una activista en derechos humanos, un profesor mal pagado, pero que hace clases con gusto y ganas, tienen una pésima calidad de vida.
Y un empleado público de Helsinki sepultado todo el año en la nieve, una ejecutiva de Vancouver con sueldo estratosférico y muerta de hastío o un empresario de Adelaida con depresión endógena detentan, sin excepción, una óptima calidad de vida.