Hace pocos días falleció, aquí, en Israel, mi querido amigo el Embajador de nuestro país Joaquín Montes Larraín.
En realidad, nuestra amistad no era particularmente estrecha pero desde que nos conocimos, hace más de 20 años, nos teníamos cariño y respeto. Joaquín fue uno de los muchos diplomáticos de carrera que me acogió sin reservas cuando llegué a trabajar al Ministerio de Relaciones Exteriores en marzo de 1990, justo tras el retorno a la democracia en Chile.
Recuerdo casi con gratitud su figura acogedora, su sonrisa, su mirada siempre algo triste pero, al mismo tiempo, dulce. Algo de maternal tenían esos ojos…
Joaquín me reemplazó como Embajador de Chile en Israel, en esta carrera de relevos que es el ejercicio de la diplomacia profesional.
No tuvo demasiado tiempo para desarrollar su trabajo y continuar los esfuerzos por acercar estos dos países, tan distantes y tan distintos entre sí.Pero sí fue tiempo suficiente para desplegar sus encantos.
No hay nadie que lo haya conocido aquí que no llore su muerte. Lo quiso inmediatamente todo el personal de la Embajada en Tel Aviv; lo quisieron también los colegas del Grupo de Embajadores Latinoamericanos (GRULAC) y del Cuerpo Diplomático en general.
Su sencillez y transparencia tocó también el alma de muchísimos israelíes (de la Cancillería local y de otras muchas áreas del quehacer local) que tuvieron la suerte de conocerlo. Debo confesar que no como amiga; no como ex Embajadora, sino como chilena residente aquí sentía orgullo cuando percibía ese afecto que Juaco se ganaba tan fácilmente.
Joaquín quería vivir y dio una ardua pelea, en Chile y en Israel, para lograrlo. En el curso de esa lucha, incansable, devota como nadie, lo acompañó desde el primer momento de su enfermedad, su querida Silvia. ¡Qué grande el amor que se tenían!“¡No nos podíamos separar!”, me confesó ella al relatarme las últimas horas de su compañero… Y a mí se me apretó el corazón más todavía, porque lo sentí todo tan injusto
Joaquín (como otros que han partido, Emilio Ruiz Tagle, María Eliana Castillo o Jaime Moreno Laval, por mencionar sólo los más recientes) era demasiado joven para morir.¡Era demasiado bueno!
Entonces, desde mi más profundo agnosticismo, me repito que quizá esa frase que se atribuye a la mitología griega tenga algo de verdad…Y que tal vez sí, es cierto, que “los amados de los dioses mueren jóvenes”.
Hoy, al atardecer, en la Iglesia de San Pedro, en el milenario puerto de Jaffa, poco después de la magnificencia con que el sol se pone en el horizonte del Mediterráneo, le diremos adiós a Joaquín.
Desde estas líneas, amigo, un abrazo. Descansa.