Para quienes realmente vivimos en los ochenta y no en su extraño culto actual, uno de los síndromes comunes a los que éramos afectos era a la ciencia ficción.Desde la irrealidad absoluta de los obsoletos Supersónicos al realismo descarnado de Blade Runner y los escritores cyberpunk, sin incluir, obviamente, la épica, por entonces incompleta, de Star Wars, o el humanismo conmovedor de Star Trek, su infortunado competidor.
Todo lo consumíamos, ansiosos. Obnubilados por una tecnología que, según sus entusiastas propagandistas, avanzaba frenéticamente, creíamos que un futuro esplendor sí era posible.
En esos años de neón, maquillaje exagerado y video juegos en pantallas negras nos imaginábamos un siglo XXI plagado de robots, autos voladores y casas ergonómicas. A pesar de su evidente complicidad con Auschwitz, las bombas de Napalm, con Chernobyl y la amenaza real de un holocausto nuclear global -alentada por unos aterrados soviéticos y un estólido presidente actor con macabro sentido del humor- la tecnología esta vez mostraba una cara amable, limpia, confortable y segura.
El Epcot Center, explicado por el recordado Hernán Olguín parecía la postal más autorizada de un auténtico mundo feliz…
Y sin embargo, casi treinta años después, muchas de esas representaciones nos dan por lo menos risa, como las febles maquetas de cartón que explotaban en los filmes japoneses de monstruos.
Casi nada de los vaticinios de un Asimov, un Arthur C. Clarke, o del extraordinario narrador y equivocado politólogo Ray Bradbury se ha cumplido, siquiera en su ínfima parte.
No hay androides que nos sirvan el desayuno, pastillas microbióticas y trajes térmicos para ciudadanos que se deslizan en calles automáticas. No hay autos voladores eléctricos entre rascacielos, ni ciudades ecológicas en domos gigantes en medio del campo.
La verdad es que poca de esta retórica resultaba viable: el uso masivo de los computadores y el descontrol de la contaminación se cuentan entre los ¿honrosos? aciertos. Los profetas siguen fallando, uno tras otro.
El avance fue más lento y caro de lo pensado. Al lado del edificio inteligente donde hablamos en sofisticados smart phones pasa un cartonero en su triciclo y escarba tu basura… igual que hace treinta años. Niños se menean al compás de un juego en 3D dentro de su casa de adobe junto a una calle de tierra.
Ahora bien, si hay algo que pervivió de estos peculiares “recuerdos del futuro”, es aquel particular dispositivo que condimentaba tantos filmes y relatos célebres.
Activados ignotos aparatos, surgía una figura esculpida electrónicamente de alguien que, efectivamente no estaba ahí: se trataba de los hologramas. La virtualidad digital de hoy ha hecho realidad varias especies de figuras holográficas. De esta manera, es posible simular más o menos convincentemente la presencia de cualquier cosa y establecer su posible campo de interacción. Desde juegos de entrenamiento estratégico a la pornografía. Si quiero que esté ahí, hago un “click”… y participo de la ilusión.
Quienes gobiernan el mundo, en especial nuestro país parecen haber aprendido esta sencilla regla. Es más, nuestro país parece haberse convertido en el país holográfico por excelencia.
Se aclama en foros internacionales, seminarios y costosas comidas diplomáticas nuestra seguidilla de éxitos económicos, estabilidad política e índices predominantemente azules.
Embebidos de entusiasmo y ravotril, sus divulgadores hablan de un milagro… que las calles desmienten, que el descontento ciudadano, de modo pacífico o resueltamente violento rechaza una y otra vez en su mezquina falsedad. Pero ahí está el asesor, el articulista top de tendencias, el senador o el ministro que, desde su abismal oficina, franqueada por bellas secretarias y una vista frontal del Cerro Manquehue, activa su maquinita (verbal más que nada) y proyecta el manoseado simulacro de que vamos muy bien y mañana mejor.
Los que no disfrutamos de los suculentos y abultados dólares per cápita, a quienes no se nos condonan cuantiosos impuestos o al menos nos preguntan cómo queremos no pagar tanta tasa máxima convencional, somos una horda de amargados e hiperventilados. Si el Chile pujante y exitoso está ahí. ¿De qué se queja, mano de obra?.
Vea a esos lozanos y delgados jóvenes caucásicos tomando buen café en ultramodernos edificios de cristal. Vea los malls abarrotados de clientes, vea cómo llegaron Hermes, la Aston Martin y la Rolls Royce. Por último, no sea latero y déjese de arruinarle la diversión de los demás… Cuide la pega calladito, mejor.
Simulacros de acciones, palabras, gestos. Imitación prefabricada de una existencia real, diseñada para impresionar y divertir, que sólo dura un par de minutos porque la maquinita harto cara que sale. Como el proyectil que sale de la pantalla 3D que te va a pegar en la cara, fijo, pero que prestamente desaparece más allá del par de lentes multicolores que deberás devolver apenas salido del cine.
Simulacros de líderes, de autoridades políticas y morales, gobiernan cada pantalla de la cual ya no nos podemos despegar, porque se han convertido en nuestra única realidad.
El Mago de Oz puede vociferar su circo de obviedades impunemente porque ya todos se aburrieron de preguntarse quién está realmente detrás de la cortina sin parecer un paranoico o un roto resentido social y porque, de última, el caballero tan simpático y tallero que es. Además tiene plata y seguro que la comparte conmigo.
Quizás los sueños ochenteros de ciencia ficción eran en su mayoría meras estrategias de marketing para vender juguetes a los niños. Hoy esos juguetes parecen ser nuestra única verdad… y sustento.