El Informe de la Comisión de la Cámara de Diputados sobre el “lucro en la educación superior”, sin duda se queda corto. Veamos.
La primera conclusión que uno saca del Informe sería la siguiente. Es de toda evidencia, y nadie podría sorprenderse que las universidades privadas tienen valor, se transan en el mercado y hay quienes invierten grandes sumas en ello.
Esos inversores no pareciera que actúan por caridad cristiana exclusivamente, aunque hay sin duda, quienes lo hacen por razones religioso / ideológicas.Establecer por tanto que “no hay ni puede haber lucro en la educación superior”, si fuera dicho y hecho de verdad, significaría que en el mismo acto el Estado “expropia” los recursos invertidos por todas esas empresas.
No solo no pueden sacar mañosamente utilidades, sino que además no podrían transar los establecimientos en el mercado. Esas ventas que han ocurrido por doquier, son la “realización” del lucro: se vende la “marca”, los “estudiantes”, los profesores, los edificios, en fin, el conjunto de tangibles e intangibles que le otorgaron valor a la inversión realizada. ¿Quién le pone en serio el cascabel a ese gato?
La segunda derivada se refiere a la operación del mercado de la educación superior. Al existir lucro oculto, encubierto, pero real, la competencia universitaria se concentra en captar clientelas.
Los agentes de publicidad reconocen que los fondos destinados a ello por las universidades son los más grandes del país, mucho más que el comercio, servicios bancarios, etc.¿Alguien podría dudar que se trata de lucro? Pero las consecuencias de ello son perversas, ya que el concepto de “calidad de la educación” se trastoca por efecto del mercadeo, de la propaganda, se confunde, se oscurece.
Los procesos educativos, científicos, académicos, por definición son lentos, silenciosos, aún más, dificultosos, exigen ascética, disciplina, en fin, están alejados de los neones del mercado efímero.
La tercera insinuación a que hace referencia el informe es la cuestión de las sedes.El mercado no regulado de la educación superior conduce a crear “sucursales” de acuerdo a las posibles demandas existentes en cualquier parte del territorio.
Las privadas con asiento en Santiago se expanden a regiones, las con asiento en Valparaíso o Concepción, migran a Santiago, las estatales del norte y el sur, con una escasa consecuencia de sus vocaciones regionalistas, se instalan y otorgan títulos en la capital.
Otras más audaces establecen curiosas sucursales en lugares tan apartados como Rengo o Victoria. Y así se suma y se sigue.
Por primera vez este informe señala que el mercado contamina también a las universidades estatales y las así llamadas públicas. Esas sucursales no tienen control de calidad casi alguno. Miles y miles de clientes reciben títulos débiles por estudios poco exigentes. Pero lo peor es que degradan el sistema. A las Universidades que tienen real vocación regional, le quitan el piso y le compiten de manera desleal, a las que con pocos recursos, tratan de hacer las cosas bien, lo mismo.
La cuarta, un silencio de la Comisión, tiene que ver con la participación. ¿Quién regula?
Pareciera en el Informe que el único ente encargado de regular es el Estado y en particular el ministerio de Educación, así lo dicen los miembros de esta Comisión.
Aunque necesario, es muy parcial. Nada se dice de la participación de las comunidades universitarias en los procesos educativos y administrativos de esas casas de estudio. Si no hay controles producto de la participación nada se sacará con tener policías administrativos tratando de encontrar si hay o no lucro en la educación.
¿Cómo se eligen las autoridades? ¿A quienes se elige? ¿Cómo participan los académicos y los estudiantes? Hasta ahora todo ello está prohibido en la Ley General de Educación Superior.
El carácter público de una Universidad está en su transparencia, en la existencia de estructuras democráticas y no solamente en que sus dueños retiren o no retiren utilidades.
Como se ve, se ha abierto quizá una pequeña cajita de Pandora, pero falta mucho hilo que cortar.