Es más fácil en México comercializar con la vida de un migrante centroamericano que con una especie animal protegida. En el caso del tráfico de especies protegidas se arriesgan penas. En el caso del secuestro de migrantes para cobrar recompensa, reina la impunidad.
La vulnerabilidad de los cientos de ciudadanos centroamericanos, la gran mayoría de ellos hondureños, que viajan en el techo del tren “La Bestia” o también llamado “el tren de la muerte”, cruzando todo México rumbo al sueño americano, es realmente asombrosa.“Aquí empieza el infierno” ha dicho el P. Flor María Rigoni, del albergue Belén de Tapachula.
El secuestro de migrantes es un negocio a gran escala y eso es lo que lo hace muy lucrativo, además de fácil. Para las bandas de crimen organizado en México es algo muy sencillo secuestrar migrantes y amenazar por teléfono a sus familias. Como la gran mayoría de ellos están indocumentados, no habrá quién los busque, ni autoridad que se haga responsable.
Los migrantes no son una “especie protegida”. Aquellos que no tienen quién pague algunos pesos por su vida, simplemente son asesinados, y en algunos casos obligados a “trabajar” también ellos como secuestradores y asesinos de compatriotas.
No se sabe cuántos centroamericanos han muerto en México. El P. Alejandro Solalinde, del albergue Hermanos en el Camino, en Oaxaca, ha llamado insistentemente a que los organismos estatales tengan mecanismos para defender a los migrantes, y también, por honestidad y respeto, abrir las decenas de fosas comunes que se han encontrado en Chiapas, Veracruz, Oaxaca.
Además, plantea, es fundamental que México lidere un plan integral para hacer de los lugares de origen un lugar posible para vivir y prosperar.
En los albergues que reciben centenares de centroamericanos todos los días, los relatos de asaltos, violaciones y secuestros son tan comunes como los de extorsión por parte de las policías. También los coyotes que cobran por ser guías en este peligroso trayecto, muchas veces resultan ser operadores de las bandas del crimen. La indefensión es total, y en el tren lo único que sirve es rezar y mantenerse alerta.
A diario también escuchamos los relatos de los que caen y son mutilados al tratar de subir al tren, o los que se quedan dormidos sin amarrarse en el techo y se caen, o los que se lanzan abajo escapando de la policía migratoria, o de secuestradores y asaltantes. No son pocos los que terminan entregándose a “la migra”, exhaustos y aterrados por lo visto y vivido.
Los motivos más habituales que expresan que los llevaron a salir de su tierra: juntar dinero para comprar un terreno y una casa, la violencia de las pandillas en Honduras, la falta de oportunidades, las expectativas de una vida mejor.
Se trata de un verdadero desangramiento de Honduras. ¿Cuántos logran llegar a los Estados Unidos? ¿Cuántos mueren en el camino? No sé si acaso la última asamblea de la ONU se haya hecho estas preguntas.
Llegan a los albergues hambrientos, insolados y deshidratados, con los pies heridos de tanto caminar, habiendo ya perdido la suela de los zapatos, pidiendo un poco de comida, agua o un par de calcetas o zapatos para seguir su viaje.
La mayoría tiene menos de 25 años. No son pocos los menores de edad, incluso niños pequeños. Son muy respetuosos. A pesar de ser cientos los que pasan todos los días, mantienen orden y limpieza.
En algunos pueblos son un apoyo a la economía de los pobres, que se acercan a las vías a vender agua o comida. También es asombrosa la solidaridad de muchos que los auxilian gratis.
En otros lugares ha habido reclamos y amenazas de los vecinos a los albergues, por la interrupción de la rutina que provocan.
Después de un plato de comida, un baño y un par de horas de descanso siguen su camino. Agradecidos de Dios por seguir vivos, haber comido y tener fuerza para seguir adelante.