Paradojalmente, tras siete años de discusión legislativa, el proyecto sobre medidas contra la discriminación, en lugar de ser enriquecido en sus contenidos, empeoró. Nos aprestamos a contar con una ley contra la discriminación en el país, cuyas herramientas son extremadamente débiles y los parlamentarios lo saben.
Nadie duda de la importancia simbólica que pueden tener -y de hecho tienen- ciertas leyes, especialmente si declaran principios tan sustantivos como la igualdad y la no discriminación y la prohibición de discriminar en base al sexo, la orientación sexual y la identidad de género de las personas, entre otras.
Pero de allí a creer que es suficiente contar con normas declarativas sin mecanismos eficaces que permitan cumplirlos, es otra cosa.
La normativa aprobada por el Parlamento omite señalar con claridad -como correspondería a un Estado democrático de derecho respetuoso de sus compromisos internacionales- que su objetivo es la prevención, sanción, erradicación y reparación de la discriminación.
Tampoco detalla las obligaciones que corresponderían a cada uno de los poderes y órganos del Estado para garantizar efectivamente la igualdad de derechos entre todas las personas; ni se asigna presupuesto alguno a tan relevante tarea estatal.
Pese al cúmulo de argumentos recibidos por los parlamentarios de parte de numerosas organizaciones de derechos humanos, de la diversidad sexual y académicos -durante toda la discusión y especialmente convocados a la Comisión Mixta-, éstos insistieron en una propuesta mediocre.
La importancia de una acción judicial especial no sustituye la necesidad de implementar medidas de acción afirmativa para asegurar el ejercicio pleno de sus derechos a todas las personas, especialmente a aquellos colectivos históricamente discriminados.
Y, peor aún, desconociendo las obligaciones internacionales y las normas constitucionales, los legisladores mantuvieron un norma inconstitucional que jerarquiza los derechos humanos entre primera y segunda categoría.
Se ha optado por privilegiar derechos como la vida privada, la libertad de enseñanza, de culto o de emprendimiento económico, entre otros, por sobre la igualdad, privando de eficacia al reclamo judicial cuando se cometa discriminación y ésta se justifique en base a dichos derechos.
Cabe esperar que el Tribunal Constitucional se desempeñe a la altura del desafío que la igualdad y la no discriminación imponen, corrigiendo este grave problema a solicitud de parlamentarios comprometidos con los derechos de las personas.