Hace un par de semanas, en la versión digital de Cooperativa, apareció una entrevista a Jimmy Wales, creador de Wikipedia, quien profetizó que más o menos en 10 años, Hollywood desaparecería. Agregaba que eso le parecía bien y que nadie iba a echar de menos la tradicional industria del celuloide.
El artículo era brevísimo y solo se refería al séptimo arte en Estados Unidos; sin embargo, resulta forzoso pensar que si ocurriera algo semejante, el fenómeno se extenderá a todos los países con tradición cinematográfica, tales como Francia, Italia, Reino Unido, Japón, Rusia, India, China y varios más; dada la interdependencia mundial de la economía, es imposible que Hollywood se venga abajo y el resto del cine siga incólume.
El vaticinio de Wales se inspira en una observación familiar: su hija de 11 años se lo pasa haciendo filmes a diario, por lo que en una década más podrá competir con los grandes directores de hoy.
Naturalmente, Wales está chocho con las gracias de su niña y vive inmerso en un medio donde se deben usar computadores hasta para comer. Pero no es ningún tonto y con todas las dudas que merecen estos augurios, algo de razón puede tener.
Se equivoca medio a medio, eso sí, al despachar de una plumada a D. W. Griffith, Orson Welles, John Ford, John Huston, Sidney Lumet, John Cassavetes, o realizadores más recientes como Clint Eastwood, David Lynch, Woody Allen, Martin Scorsese, Francis F. Coppola y una larga enumeración de cineastas, sin los cuales no veríamos el mundo como lo vemos.
Sea como fuere, el panorama que hoy muestran las pantallas estadounidenses, y por extensión, las del resto del orbe, es deplorable. Y, además, provinciano, repetitivo, de nulo valor estético.
Descontando la basura de los efectos especiales, los remakes, las adaptaciones de teleseries, queda poquísimo para ver. Prueba de ello está en las vistosas ceremonias anuales de las estatuillas Oscar, donde, una y otra vez, se corona a vacuidades o a cintas enteramente desechables.
Este año, el premio a la mejor actriz correspondió a Meryl Streep por su papel en La dama de hierro, obra dirigida por Phyllida Lloyd, que cosechó muchos otros galardones. Por descontado, todo lo que haga Streep lo hace tan bien que es un placer verla.
No obstante, aquí falla algo fundamental, que debe estar fuera de su responsabilidad: el personaje de Margaret Thatcher se mueve entre el Alzheimer agudo y los momentos de gloria, con ocasionales flashbacks a su época juvenil, de modo que no hay progresión dramática, sino una rigidez permanente.
El film exhibe un aspecto aún más grave: el retrato íntimo de la líder derechista resulta de una puerilidad tan abrumadora, que es imposible sentir un mínimo nivel de proximidad con ella.
Los momentos privados son una serie de tics que transmiten su deterioro y los instantes de esplendor público-con la incongruente voz de María Callas cantando “Casta Diva”-, caen en un puro despliegue de artificialidad british.
¿Podría haber sido de otra forma? En verdad, la respuesta a tal pregunta no tiene ninguna importancia, porque Thatcher es tan relevante para nosotros como la religión shintoísta.
Su mediocre biografía fílmica se agrega a la andanada de cintas del pasado, o de fechas cercanas, sobre la actual monarca inglesa, sobre Jorge VI, sobre la reina Victoria, sobre Isabel Tudor, sobre Enrique VIII y sobre cuanto noble británico haya pisado la faz de la tierra. Para los escasos anglófilos que quedan, pueden ser un festín y para el público en general, una soberana lata.
Con todo, conviene detenerse, aunque sea a la pasada, en el mito Thatcher. Si bien es peligroso hacer comparaciones entre realidades políticas muy dispares, su gobierno tuvo, en lo económico, cierto parecido con el régimen militar chileno: poco le faltó para privatizar hasta el aire y destruir uno de los mejores sistemas educacionales del mundo, junto a una institucionalidad cultural ejemplar.
Si no lo logró, estuvo cerca de alcanzarlo y de alcanzarlo en democracia, lo que es bastante más difícil de obtener sin ayuda armada.
En cuanto a su popularidad, está sobradamente demostrado que jamás habría sido reelegida sin la guerra de las Malvinas, cuyos más oscuros episodios –en especial, el hundimiento del Belgrano- recién están saliendo a la luz.
Lo que nunca se ha aclarado por completo, es el nivel de compromiso que Chile tuvo en ese conflicto y el supuesto apoyo prestado a la marina inglesa para actuar en contra de una nación hermana.
Hoy a nadie se le pasa por la cabeza que Thatcher haya sido una figura querida ni admirada.
Que se necesitara un putsch interno en el Partido Conservador para sacarla del poder, sin que mediaran elecciones, ilustra hasta qué punto ella se había convertido en una indeseable, dentro y fuera del aparato del estado. Y presentarla como una adalid de las pequeñas industrias y comercios, cuando entregó toda la riqueza de su país a las corporaciones transnacionales, es, ni más ni menos, un chiste de mal gusto.
En rigor, Thatcher representa el lado peor de los ingleses: chovinismo cerril, prepotencia ilimitada, apego a un pasado colonial que, pese a la subsistencia de vergonzosos lunares –Gibraltar, las Malvinas- se derrumbó hace tiempo.
El hecho de que sea mujer no hace variar en un ápice estos desagradables aspectos de su personalidad; muy por el contrario, los acentúa. Mucho se ha dicho y escrito sobre lo arduo que fue para ella hacer carrera en un medio dominado por hombres y hay incluso quienes la ven como una figura señera en el camino de las mujeres por conseguir su emancipación.
Nada hay más lejano de la realidad, ya que aparte de perjudicar severamente a las trabajadoras con sus medidas, Thatcher jamás simpatizó, ni remotamente, con causas de género. El hecho de que ninguna feminista siquiera la mencione habla por sí solo.
¿Por qué, entonces, hacer una película sobre su vida? Hay una palabra, pasada de moda y por ahora en desuso, que quizá explica en parte esta producción, destinada a un rápido olvido: imperialismo.
El imperialismo es mucho más que la fase superior del capitalismo, mucho más que la hegemonía económica y política de unas naciones sobre otras. Es también la imposición de la cultura, de los valores, de la ideología, de los hábitos, de una determinada manera de ver la historia.
Para los norteamericanos –y su apéndice europeo en Gran Bretaña- Thatcher puede ser un carácter fascinante, pues estimula todo aquello en lo que creen.
Para nosotros, da exactamente lo mismo que haya sido una dama de hierro o una dama de barro.