El problema de las regiones en Chile puede entenderse de modo simple si se considera que los recursos no están donde están los dividendos, ni los dividendos donde se los necesitan; el poder no sirve a las personas ni a los lugares que lo hacen posible; quienes deciden los destinos de las regiones no son de donde debieran y el país, en general, se piensa desde otra parte.
La ceguera centralista ignora la población y territorio que gobierna y de los que, no obstante, se sirve.
No debe olvidarse que las riquezas principales provienen del trabajo de las personas ejercido en lugares distintos a la capital: el cobre, la madera, la pesca, la agricultura de exportación –industrias extractivas y contaminantes por lo general- se dispersan de sur a norte, dejando las divisas en el centro y las basuras en las regiones.
La contaminación del plomo en Antofagasta, o del procesamiento de la celulosa en Valdivia, o de las aguas en Chiloé producto de la industria del salmón no son sino ejemplos de una lógica empresarial perturbadora.
El despojo de las provincias se invierte en la opulencia del centro donde se manifiesta en una obscena concentración de los recursos.
En Avenida Las Condes, por ejemplo, se cuentan los servicentros por cuadra pero líbrese quien se encuentre sin bencina camino a Ancud.
Uno de los requisitos del Transantiago son sus paraderos, pero no vaya a ser que a alguien sorprenda la lluvia interminable de Valdivia esperando la micro 14, vehículo, además, dado de baja en Quillota y comprado de tercera mano por un modesto empresario sureño.
Y ni hablar de una complicación de apendicitis que es muerte segura para quien viva en Rupumeica.
Frente al desparpajo metropolitano hay realidades regionales, complejas, con historias propias e identidades emergentes. Allí se vive Chile al modo propio, que es el modo postergado.
En el pasado, con niveles de mayor autoabastecimiento y en un país donde la riqueza se vivía con cierto recato, el padecimiento provincial podía ser más llevadero. Pero la metrópoli no se conformó con embarcar el mejor trigo en el puerto de Corral para desembarcar, a cambio, uno de peor calidad.
Por el contrario, a través de plantaciones forestales, de los frutos de exportación y demás ingenios productivos expulsó a las poblaciones de sus tierras, les quitó el agua, y contaminó no sólo sus casas sino también a sus hijas e hijos.
Las rebeldías que tales imposiciones pudiesen producir se asfixian mediante un sistema político que dispone la obediencia del gobierno regional al central y, por la vía de la representación, asegura la supervivencia de la clase política de vocación centralina: debemos recordar que aquella lo es de los partidos más que de los distritos electorales. El caso de Valdivia es elocuente por la persistencia de sus senadores designados sea por efecto de ley sea por acuerdos internos de los partidos a nivel central.
La asfixia política impuesta a las regiones encuentra un desahogo importante al existir una sensibilidad nacional que, al saberse defraudada por el exitismo del modelo exportador, se retrotrae a lo local.
Su indignación se exacerba con el contraste que se establece entre el abandono y la opulencia con que los exportadores derrochan la riqueza del país. La imagen no se aleja mucho de lo que fuera el comportamiento aristocrático en los decenios que transcurren al advenir el siglo XX como nos lo recuerdan las lecturas de Alberto Blest Gana o de Alberto Edwards.
La indignación regional se vehicula a través de movimientos sociales locales y liderazgos regionales que, en buena hora, desbordan las calles, profundizando así la participación ciudadana en los procesos en los que le cabe ser protagonista.
No basta, empero, con sofocar el ardor de la protesta con subsidios y dádivas de los regentes. Si bien necesario, el subsidio a la leña o la construcción de servicios hospitalarios debieran ser conducentes a decisiones de mayor alcance.
Opciones las hay pero requieren de renuncias que no siempre los privilegiados del día están dispuestos a conceder. El descontento regional supone construir otro país donde la riqueza se viva con cierta dignidad y la política se ejerza con algo de decoro.
En lo inmediato, difícil es pensar que los subsidios dejen de ser sólo subsidios a menos que se establezcan autonomías políticas regionales, reconocedoras ellas mismas de la diversidad cultural local.
Se puede trocar el abandono por bienestar si se fomentan las prácticas de autoconsumo y autoproducción, si existen tributos locales y regionales y si los planes de desarrollo privilegian la retención poblacional y el bienestar de la comunidad por sobre los ingresos de las corporaciones e intereses privados.
Habrá futuro si, frente a la depredación del territorio, se tienda a proteger, conservar y manejar sustentablemente la naturaleza, y si se fomenta la investigación científica regionalmente pertinente.
¿Puede Chile sostener la opulencia de Chicureo, La Dehesa o Santa María de Manquehue?
Sí, pero al costo de abandonar a las regiones, devastar la naturaleza y hundir al país en la desigualdad, la violencia y convulsión social.
La alternativa supone un mayor protagonismo del resto de la población, atenta, a través de una ciudadanía activa, al cumplimiento de las políticas públicas y acuerdos internacionales, e involucrada en las transformaciones que truecan la escena actual por la de un país digno.