Recuerdo haber leído alguna vez a Frank Zappa definiendo la existencia como un mero teatro de la conducta; asumir determinados códigos de comportamiento, de forma deliberada o inconsciente generará, tarde o temprano, una puesta en escena, activará una trama, desatará un conflicto, que revelará -o decidirá- quién está finalmente detrás de la persona o máscara (estas palabras son sinónimos).
Por ende, no hay hecho cotidiano que no depare algún producto dramático que tenga algún grado de interés, si es observado adecuadamente.
La sucesión ¿fortuita? de condiciones externas produce una serie de situaciones en la que se ve involucrada la conducta, de tal modo, que los individuos acaban comportándose de los modos más disímiles, más inesperados.
Los hoy por hoy celebrados reality-shows son una mera redundancia, porque nuestra curiosa exhibición de la conducta no hace sino confirmar la pervivencia de la célebre figura calderoniana del Gran Teatro del Mundo. Una vez más, damas y caballeros, la vida imita al arte.
Traslado esta reflexión a mi propio contexto personal. Uno de los monstruos contradictorios hechos en base a ideas, más divulgado por la modernidad es la atractiva noción de vivir en un condominio.
Curiosa contradicción que se alimenta de sí misma. El slogan chilensis del sueño de la casa propia refrito bajo este nuevo, extraño prisma.
Auspiciado por la ciudad de la Concertación que se llenaba de plumas, trabajos esporádicos y progreso sin cuartel. Disfrutar del grato aislacionismo que garantiza habitar un departamento… pero bajo las reglas de la vida en comunidad. Juntos, pero no revueltos, entregados al individualismo, pero con el otro casi respirándome en la oreja.
Siendo la tensión un resultado más que obvio, la conducta que manifiestan las personas toma los más impensados rumbos, que muchas veces tienen más de drama que de comedia…
Varias son las razones por la que yo mismo he optado por esta curiosa solución. La más evidente, porque tengo familia, es la sensación de seguridad que conlleva habitar en un recinto sometido a una cierta seguridad o vigilancia de la cual las casas no afectas a este “estilo de vida” carecen, esa es la entelequia más o menos como suele funcionar en el cerebro de uno cuando hace el papel de comprador engrupido de un departamento.
Asumo sin complejos esta neura mía tipo Woody Allen. La conducta del chileno pre-posmoderno es desconfiar del otro sin cuartel, ya se sabe, señora, la delincuencia, la gente está tan mala y, sí, preferimos que nuestros niños jueguen protegidos por las rejas y cámaras de seguridad del condominio que se aventuren a las calles plagadas de bandidos de toda laya.
Lo digo sin esa pudibundez (falsamente) políticamente correcta de esos intelectuales onda red set que truenan contra malls y condominios pero que, en la práctica nunca salen de ellos. Lo divertido es que el mismo status quo acaba confirmando estas profecías autocumplidas.
Vivimos más seguros encerrados. Las calles efectivamente son peligrosas. Los delincuentes gracias a la eficaz justicia garantista y al capital que todo lo encarece, atracan con cada vez mayor audacia y sensación de impunidad y no hay calle que no tenga su par de zapatillas enrollado en los cables de alta tensión. (El que lee y vive en comunas de riesgo, o sea casi todo Santiago, entienda)
En uno de sus clásicos gestos retóricos vacíos, los gobiernos concertacionistas llamaban a recuperar los espacios públicos, ¿y cómo? si las plazas han sido sistemáticamente devastadas por los bombardeos de pseudografiteros y el abandono de la municipalidad made in dictadura, y si algo congregan no es más que al mercadillo de la droga o un puñado de dipsómanos malas pulgas que saltan encima de las añosas bancas como si fuera el tablón del estadio.
¿Retomar la calle? si para los niños salir a jugar a la calle en tantas comunas equivale a exponerse a ser arrollado por un borracho reincidente o recibir una descarga de bandas rivales de algo… Ciertamente que parte de la agenda oculta de la concertación fue desmovilizar a los grupos sociales, good job, guys, pero privatizar (y, por ende, anular) los espacios de comunión fue uno de los daños colaterales más crueles infligidos a una ciudad ya de suyo bastante afligida.
Se trata de uno de los tantos síntomas de la pandemia neoliberal, el incremento explosivo de la inseguridad y la erradicación de la auténtica vida comunitaria, la vida que unos pocos barrios aún preservan a duras penas, la sustitución de la cultura urbana que tú y yo construimos en espacios que compartimos, por la demarcación brutal de un exacerbado derecho de propiedad que no hace sino a algunos querer hacerse invisibles en presencia del otro y a otros frustrarse tanto porque nunca tendrán algo propio que mejor matar y robar para tenerlo. Good job guys, nuevamente.
¿El resultado? Vecinos insomnes que disfrutan de las bondades de los Wachiturros a alto volumen a mitad de semana, hijos arrojados a los patios por padres indolentes, hartos de ellos, que destrozan a pelotazos el mobiliario y el jardín (y los tímpanos en mi caso), porque al arquitecto neoliberal simplemente nunca se le pasó por la mente diseñar un espacio donde los niños crecerían, vecinos inclinados al irrespeto y al insulto a la primera llamada al sentido, ya ve usted, común, todo bajo la consigna de baratillo es que yo pago los gastos comunes, y hago lo que quiero.
Gasto común, inversión de todos, hago lo que mis escasas neuronas me ordenan sin siquiera pensar ya.
La función ya comenzó. El monstruo contradictorio genera miríadas y miríadas de escenas de quienes se amparan en las viles lucas para preservar mezquinos intereses e ignorar olímpicamente los derechos del otro.
Vecinos que, con suerte, reconocen rostros, memorizan vagamente tu nombre, pero no te saludan aunque vivas con ellos diez años, vecinos incapaces de generar lazos de amistad que precisamente fortalezcan la convivencia pero que pelean a voz en cuello porque el agua de tus macetas cayó en mi balcón y por qué voy a pagar la cuota de la fiesta de navidad si yo no tengo cabros chicos.
Ciertamente que yo soy el defensor más entusiasta de tus prerrogativas de ser humano y contribuyente, lector, y sé que puedes refutar estas líneas porque al fin y al cabo es tu plata y tu casa y haces lo que se te antoja, pero observa ese teatro que diariamente se desenvuelve ante tus ojos, qué vano es el conflicto y cómo poco a poco se deshumanizaron las relaciones entre personas programadas genéticamente para vivir en comunidad, pregúntate cómo llegaste a esto y el rol de tu gobierno o tu partido político en la producción del evento y verás como, esta semana, tú eres el amenazado por convivencia.