“Proporcionar milagros a los hombres no es cosa que nos corresponda. Lo que está a nuestro alcance es practicar aquello en que creemos”. Jacques Maritain.
Cada quien tiene “su propio Bernardo Leighton”. Este es mi testimonio.
Conocí a Bernardo siendo yo todavía niño, pero no fue hasta febrero de 1974, en que con la Sra. Anita llegaron a Roma, que emprendí junto a él una aventura que nos habría de unir estrechamente para siempre.
Llegó a Roma, no expulsado del país, como tantos otros, sino por decisión propia, la misma que lo había llevado el día 13 de septiembre del año anterior, dos días después del golpe de estado, a promover la histórica Declaración de “los 13”, que condenó el golpe y rindió un homenaje al sacrificio del Presidente Allende.
Su propósito, al alejarse de Chile, era contarle a la Democracia Cristiana europea, y en primer lugar a la italiana, su verdad acerca de las circunstancias que precipitaron el término de la democracia en nuestro país.
Está de más decir que Leighton no compartía en absoluto el beneplácito con que muchos demócrata cristianos recibieron el derribamiento del gobierno de Allende.
Si algo le dolía, era haber votado favorablemente el acuerdo de la Cámara de Diputados, de agosto de 1973, que declaraba “inconstitucional” al gobierno de la Unidad Popular.
En nuestras conversaciones, sobre todo al comienzo de su estadía en Italia, se refería con frecuencia a este tema.
Decía que lo había hecho a instancias de diputados de su mismo partido, en medio del fragor de una lucha política que se había vuelto incandescente, y no cesaba de recriminarse por ello. Por ello, decidió emplear consigo mismo un correctivo que estimaba indispensable en muchas circunstancias de la vida y en particular en la actividad política: “llegar hasta las últimas consecuencias de su inconsecuencia”.
Hizo de su estadía en tierras europeas un verdadero apostolado político: en 1974 fundó en Roma, junto conmigo y dos militantes de la Unidad Popular, Julio Silva Solar y José Antonio Viera Gallo, la revista “Chile América”, que existió durante 10 años y que fue un bastión de la lucha por la creación de un frente unido contra Pinochet y en pro de un futuro democrático para Chile.
Tomó parte en las actividades de los exiliados, que fueron muchas y constantes y que contribuyeron decisivamente a mantener viva, a lo largo de los años, la denuncia contra la dictadura (la misma que Pinochet descalificaba como obra del “comunismo internacional”).
Buscó a los dirigentes de los partidos hermanos y les expuso su visión, que con el transcurso del tiempo fue hecha suya por la DC chilena, silenciada por la dictadura, como el resto de los partidos políticos.
Todo ello lo colocó bajo la mira de Pinochet, y el 6 de octubre de 1975, él y Anita, cayeron gravemente heridos al ser baleados por un sicario de la DINA, él en la cabeza y ella en la columna, al bajarse de un autobús en Via Aurelia Nuova, próxima a la Plaza San Pedro de Roma.
En apenas un año y medio de ausencia del país, Leighton se convirtió para Pinochet en una amenaza que había que eliminar, porque era una figura que podía unir detrás de sí a la oposición a la dictadura.
Lo mismo había sucedido un año antes con el general Carlos Prats, víctima, junto con su mujer, de un atentado con bomba en Buenos Aires.
Otro tanto le ocurriría, un año después, a Orlando Letelier y su secretaria Ronni Moffitt, en Washington DC. Los tres se perfilaron en momentos distintos como líderes de una posible salida democrática para el país.
Curiosamente, los tres atentados se produjeron justo cuando en el hemisferio austral comenzaba la primavera. Visto en retrospectiva, fue la estación en que se abría la “temporada de caza” del coronel Contreras, jefe de la DINA, ejecutor de los designios de Pinochet.
Bernardo Leighton fue un chileno de nacimiento, en los dos sentidos que esta palabra tiene en Chile.
Sí, porque era muy chileno para vestirse (siempre de gris, casi siempre de corbata y ocasionalmente incluso con sombrero), para hablar (nunca hizo ningún esfuerzo por hablar otro idioma, no obstante vivir en Italia) y en sus hábitos (como, por ejemplo, la infaltable misa dominical). Pero ocurre que, además, Bernardo nació en una pequeña ciudad ubicada en la ribera del río Bío Bío llamada Nacimiento. Chileno, pues, por partida doble: de nacimiento y de Nacimiento.
Era jovial, sencillo, bondadoso. Tenía sentido del humor. Una sonrisa simpática y traviesa le nacía espontáneamente con facilidad.
Recuerdo una ocasión en que lo acompañé a un acto político en Cuneo, una pequeña y hermosa ciudad en el norte Italia. Los notables de la ciudad se habían reunido en el Teatro Municipal, presididos por el Alcalde, para rendirle un homenaje y escuchar su palabra.
Leighton, como dije antes, se dirigía al público italiano en castellano, casi diría “en chileno”, porque algunas de sus referencias le habrían resultado incluso a un español casi imposibles de comprender.
Así, por ejemplo, su afirmación “cuando fui Ministro del León”, lanzada al aire sin explicación ulterior, y que cualquier público no chileno podría haberla interpretado como referida a un episodio circense, con mayor razón en Cuneo donde, en ese salón repleto, escasamente un puñado de personas entendía el español.
En esa misma ocasión, y citando el Evangelio, Leighton dijo, en uno de los puntos álgidos de su discurso: “y como dicen las Escrituras, hay que separar el trigo de las cigüeñas”.
Unos segundos más tarde, dándose cuenta de que algo no cuadraba en la cita, se dio vuelta hacia mí preguntando:
“¿Cómo se dice, Esteban?”.
“Las cizañas, don Bernardo”.
“Gracias. ¡El trigo de las cizañas!” y retomó el discurso con el mismo énfasis que traía.
El público, silencioso, no debe haber entendido nada de este singular diálogo entre “il Senatore Leighton” – como le llamaban en Italia- y su acompañante, que era yo.
Del día del atentado conservo un recuerdo muy vivo: yo estaba de paso en Roma y me alojaba en un hotel, porque dos meses antes me había trasladado con mi familia a vivir en Venezuela. Franco Piccoli, un amigo italiano, me llamó por teléfono para decirme que había escuchado la noticia de que habían atentado contra Leighton y su mujer y que éste había muerto, agregando que su cuerpo se encontraba en el Hospital San Giovanni in Latterano.
Me precipité a la calle, detuve un taxi y le pedí conducirme al hospital. Aparte de Guillermo Canessa, el sobrino de los Leighton, que vivía en Roma, yo me sentía el chileno más próximo a ellos en estas trágicas circunstancias.
Llegué al hospital, una construcción enorme, fría, muy parecido a algunos de los antiguos hospitales de Santiago, y me identifiqué como pariente de “il Senatore cileno”.
“Suba al 5º Piso, Sección Heridos del Cráneo (Craniolesi)”.
Subí, y al salir del ascensor me encontré delante de un amplio pasillo que terminaba en una doble puerta con cristales empavonados. Un timbre servía para llamar al interior de la Sección Craniolesi. Lo pulsé y al poco rato vi venir, a través del vidrio empavonado, la figura de un médico con su bata blanca. Mi tarea era averiguar los pormenores del deceso y reunir información para el posterior traslado de los restos mortales de don Bernardo.
El médico abrió la puerta, me identifiqué como pariente de la víctima, y ante mi total incredulidad le oí decir: “penso che se la caverá”, en chileno: “creo que se va a salvar.” Acto seguido me invitó a pasar a la habitación donde se encontraba.
Lo que vi entonces lo conservo en la memoria como si hubiese ocurrido ayer: frente a mí había tres camas, en la del centro estaba Bernardo Leighton recostado sobre su lado izquierdo. En las otras dos yacían dos hombres, uno a cada lado de Bernardo, que evidentemente agonizaban detrás de las mascarillas de oxígeno que les cubrían sus rostros.
La escena era como sacada del texto del Evangelio que describe la crucifixión de Jesús.
De pie, frente a la cama de Leighton, yo observaba con recogimiento. El médico hacía lo mismo desde el vano de la puerta.
De pronto, Bernardo abrió los ojos y movió la cabeza fijando sus ojos en mí. Un rosetón de sangre fresca quedó sobre la almohada al quedar descubierta la herida que dejó la bala al rozarle el cráneo.
Mirándome fijo y tras unos instantes, me preguntó:
“¿Qué pasó?”
Hace muchos años, describiendo esta escena en un texto que fue incluido en el libro que escribió la Sra. Anita, detuve la escritura en este pasaje. Quise dejar resonando la interrogación de Leighton, sin responderla.
La pregunta, en realidad, es de una potencia enorme. Tal vez la única respuesta posible sea decir que hoy, a décadas de aquel horrible episodio, tenemos un Chile mejor.
La Concertación de Partidos por la Democracia, coalición que lleva en su ADN un porcentaje determinante del legado de Bernardo Leighton, y que condujo al país de regreso a la democracia y lo gobernó sabia y eficientemente por 20 años, y el actual gobierno de la centro derecha, que ha accedido al poder por la vía democrática y lo ejerce con indiscutible apego a la misma, se esfuerzan por develar “qué pasó” al basar su praxis política en los valores de la democracia, que son los que animaron la lucha heroica de Bernardo Leighton.
N de la E: Testimonio del autor sobre Bernardo Leighton con motivo de cumplirse el 26 de enero, el aniversario de su fallecimiento.