El severo cuestionamiento que se hace al sistema político del país, especialmente, por el deterioro que ha generado en su legitimidad la aplicación del sistema electoral binominal, ha producido también un cuestionamiento a los partidos políticos que se funda tanto en criticas veraces como falaces.
El desprestigio de las fuerzas políticas fue objetivo básico del dictador Pinochet, su ataque favorito a los “señores políticos” fue factor esencial de la persecución a los opositores, estos “humanoides” debían ser lo suficientemente despreciables y repulsivos como para justificar el régimen de excepción y el terrorismo de Estado.
Luego, la derecha económica -seguida muy de cerca y gustosamente por la derecha política- mantuvo presente un criterio descalificatorio y de reparo acervo hacia los partidos que se empeñaban en sacar adelante una lenta y compleja transición democrática.
Este “relato” tuvo pocas variaciones a lo largo de dos décadas, determinados centros de poder se asignaron la misión de poner bajo vigilancia el sistema de partidos políticos democráticos, bajo el convencimiento propio del pensamiento autoritario que inevitablemente al llegar al gobierno harían retroceder al país.
Es la vieja idea que la democracia es un alto costo que hay que pagar por obligación y no como un propósito socialmente compartido.
Los autoritarios fueron desmentidos por los hechos, pero ellos siempre se entenderán con el mercado donde imponen su voluntad y no con la ciudadanía democrática, escenario en el cual debiesen convivir e integrar y no excluir para ser parte de un proyecto nacional.
La idea de la democracia protegida conserva vivas sus raíces en muchos “demócratas reciclados”, pero no auténticamente transformados en su matriz autoritaria original; si no fuera así algunos no defenderían a cualquier precio el sistema binominal.
Pero también es evidente que desde los actores políticos se ha facilitado la instalación del discurso autoritario con el morboso exhibicionismo de toda suerte de querellas subalternas e individualistas configuradas como la preocupación principal en muchas conductas, en que los aliados, correligionarios o compañeros se convierten en el enemigo fundamental, la consecuencia es la puesta en práctica de un descontrolado canibalismo político que pretende alcanzar sus metas como sea, otorgando argumentos a quienes sostienen criterios autoritarios.
Sin embargo, los partidos políticos siguen vivos y son parte insustituible de un propósito veraz de profundización democrática, esto es reconocido por la sociedad chilena, aunque se diga o exista la percepción de lo contrario.
En reciente información del Servicio Electoral, el diario La Tercera, señala que 816.014 chilenos y chilenas son parte de un partido político y se encuentran inscritos en alguno de ellos.
En la década pasada, el Partido Socialista, se encumbró a 109.828 militantes, a pesar que se vaticinó que se deshacía o se vaciaba ya que sus miembros emigraban hacia otras formaciones, particularmente, algunas que recién se constituían.
Me enorgullezco haber sido Presidente del PS en tres periodos durante esa década. Como muchas veces señalé el PS era capaz de vencer la prueba del tiempo; no solo a la dictadura sino que a otros proyectos políticos disolventes.
No obstante, lo sobresaliente es que las fuerzas del mercado, aquellas que se proponen una economía sin regulaciones ni contrapesos, que se consideran a sí mismas como preponderantes y esenciales, no han logrado el propósito de anular o liquidar a los actores o partidos políticos, sin los cuales sería muy difícil, si no imposible encauzar el régimen democrático hacia objetivos socialmente mayoritarios.
Además, desde el punto de vista nacional fundamentales para no diluirse en la globalización y garantizar el bien común, en un Estado de derecho, tan eficaz como protector de los más vulnerables.