Escribir con relativa consciencia de lo que se está haciendo, lucidez, si se quiere, acarrea necesariamente una reflexión continua acerca de la palabra y lo que ésta aún puede dar de sí.
La tarea no deja de ser compleja, ardua, y necesariamente, honesta. La palabra tiene historia, origen y destino, y ello no puede ignorarse.
Sin embargo, no falta más de algún avezado, cual pitbull liberado de su bozal en un estanque de patos, que, cede, enfrentado a la pantalla en blanco, a una graforrea instantánea, gratuita y de contenido neuronal computable a cero.
Otros prodigan guirnaldas de gusto más que dudoso a los amiguis (para que los inviten alguna vez a comer a Borderío) y sus columnas acaban oliendo a chiste privado de círculo familiar (harto fome) o rascaje de espinillas en la espalda. Todo ello, pero aún, archivado bajo el rótulo: “Crítica literaria”.
En ocasiones como éstas me vienen a la memoria dos nombres, manoseados por tanto diletante y tan poco leídos. Borges y Enrique Lihn (ejemplo típico, el buen hombre que se cree culto porque cita “Instantes”, poema que Borges, JAMÁS escribió, sólo tradujo en broma).
Con la fina ironía que lo acostumbraba, el autor de “Ficciones” fustigó en varios de sus extraordinarios ensayos el rol del crítico devenido en patético relacionador público, y vindicó una escritura cuidadosamente consciente de los problemas que surgen de su significación en la historia y la cultura.
Ninguna palabra es inocente, tiene un prontuario llamado contexto y es deber mínimo del escritor estar atento a ello. A lo largo del tiempo la palabra va adquiriendo numerosas y enrevesadas asociaciones de sentido. La ambigüedad resultante, nos dice Borges, no es un dilema: es una riqueza.
Así, una palabra como “hipócrita”, viene del griego “actor”, “propaganda” es una reunión de cardenales, “lex”, viene de montón de nueces (Llex) y de ella, grupo de ancianos, magistrados y, obviamente la actual “ley”.
Señala, además, el autor argentino que todo acto del pensamiento humano es, de algún modo, una nueva puesta en escena del eterno conflicto entre Platón y Aristóteles. Ello es fácilmente extrapolable al uso del lenguaje. En algún momento, siguiendo al primero, la palabra genera sentido, en otros, siguiendo al estagirita, simplemente es un indicador de los objetos del mundo.
De postular una realidad y un universo, como ocurrió en la antigüedad, en las invocaciones shamánicas, en el alba de las religiones, se degrada a una mera fábrica de rótulos de frascos.
A nuestros autores que se fingen posmodernos (sin nunca haber sido modernos), les gusta confirmar esta última aserción. Borges, astutamente, finge tomar partido del argumento aristotélico, pero admite que, potencialmente, el sentido de las palabras puede engendrar, vía la imaginación y la fantasía (no siempre son sinónimos) nuevos mundos y nuevas realidades.
El triunfo de la realidad virtual en todos los aspectos del mundo actual parece darle el triunfo al autor de La República. La palabra nombra, en ambos sentidos: señala, rotula, claro, pero designa, da categoría, da identidad, en otras palabras, crea.
La escritura, por tanto, debe hacerse considerando esta doble y opuesta facultad que el instrumento verbal detenta. Las nuevas lecturas que continuamente engendra El Quijote, muchas nunca advertidas por el propio Cervantes, son un ejemplo célebre.
Ignorar, obliterar simplemente este hecho, escribir por la mera vanidad de hacerlo, como una gesticulación más de poder burgués es algo que, a su vez, fustigó Enrique Lihn.
El gran y olvidado poeta chileno escribió, asimismo, varias obras en las cuales ácidamente atacó este vicio cultural tan propio de nuestra vaga idiosincrasia, entre ellas las novelas “La orquesta de cristal” y “El arte de la palabra” (¿cuándo se reeditarán estas dos obras maestras?): La cháchara, ese palabrerío tan único, grande y nuestro, es una sarta recursiva, ebria de lugares comunes que revela o desnuda la pomposidad de una “clase cultural” vacía y, paradójicamente, iletrada que sólo se dedica al mutuo “fomenaje” y exhibir camaraderías del colegio o la universidad en la que estudiaron, que disuelve lo real en base a mascaradas sin fin y que se enreda en su propio absurdo. Nuestra narrativa, crítica y poesía recientes parecen resentidas de lo mismo, repitiendo el mecanismo de esta máquina perversa una y otra vez.
El desprecio gratuito a la palabra y su devenir, el veredicto falsamente complaciente a la otredad, la insulsa y narcisista autor referencia a menudencias gastronómicas y sexuales ahoga a nuestras letras.
Tanta escribanía mediocre acabará generando el contrasentido final: la extinción completa y sin remedio de todo vestigio de lectura.