Prisionero por servir a Chile, de Miguel Krassnoff, lleva ya seis ediciones y aunque no figura en los rankings de libros más vendidos de los diarios, una cadena de librerías lo sitúa entre los primerísimos lugares.
Si a estos datos añadimos las traducciones al inglés, francés y ruso, es preciso convenir que las memorias de Krassnoff se han convertido en un auténtico bestseller. Además, el texto se puede bajar de internet, de modo que cualquiera puede tener acceso a él.
En rigor, Krassnoff no es el autor de su historia, ya que dista de poseer capacidades literarias.
Quien se encarga de contarla es una historiadora, la cual hace ingentes esfuerzos por dar a la obra un tono periodístico, a ratos de chascarro, e infundir un talante valeroso a las desventuras del brigadier.
Para muchos, el solo hecho de leer este libro es anatema, y un anatema muy comprensible. No puede ser nada de agradable para las víctimas de Krassnoff tener este tomo en sus manos.
Así, debe ser repugnante para Carmen Castillo verse agradeciendo el tratamiento que recibió y debe ser repulsivo para el prisionero de la DINA Eric Zott comprobar cómo aparece celebrando la pericia del agente, cuando lo que hizo fue preguntarle dónde se encontraban una serie de detenidos desaparecidos cuyos nombres le proporcionó.
Sin embargo, vale la pena leer este libro y, sobre todo, vale la pena reflexionar en el éxito que ha tenido.
Casi siempre, las biografías y manifiestos de asesinos, incluidos los genocidas, son interesantes. No es lo que sucede con Prisionero…, tanto en lo general como en lo particular.
La narración carece del desplante de Mi lucha, de Hitler, paradigma de la manía paranoica o del estilo de Los protocolos de los sabios de Sión, modelo de las más cretinas teorías de la conspiración universal. Mal que mal, estamos en Chile y fuera de un anticomunismo pedestre, más un surtido de anécdotas cosacas y locales, el grueso del volumen consiste en quejas y más quejas de Krassnoff.
El problema es que quedan muchas personas que no solo le creen, sino que también piensan que es una víctima inocente de la persecución extremista.
Para ellos, nada valen las sentencias judiciales, ni tampoco numerosísimos testimonios, ni siquiera la autoridad irrefutable de organismos independientes.
En verdad, tampoco les importa el Informe Rettig, el de la Corporación de Reparación, el de la Comisión Valech, ya que todos esos documentos y muchos otros forman parte de una cruzada contra la patria.
El lanzamiento de la cuarta edición de Prisionero… motivó una protesta que hizo encallar el acto, causó la renuncia de una funcionaria de La Moneda y produjo una polémica que duró varios días, hasta que el incendio se apagó y ahora estamos en la sexta edición.
Todo lo que se hizo y dijo contra la ceremonia –nadie criticó la publicación del libro- fue justo, abierto, valiente y los manifestantes debieron enfrentar una dura represión policial.
Más tarde, hubo quienes recordaron que cosas como editar en Alemania las memorias de Goebbels constituyen un delito penado con cárcel.
Pocos se refirieron a nuestros vecinos: ¿es factible en Brasil, Uruguay o Argentina aplaudir en un sitio público a un criminal amparado en el poder del Estado? Jamás. Se podrá disentir de los Kirchner, pero su comportamiento en materia de derechos humanos es ejemplar: él revocó el indulto concedido a los generales y con sus propias manos sacó sus retratos de los regimientos y ella le ha seguido los pasos.
¿Podría haber sucedido algo parecido en Chile? De ninguna manera. Desde luego, las circunstancias políticas de nuestra transición han sido muy distintas.
Pinochet permaneció en la Comandancia en Jefe del Ejército luego de las primeras elecciones libres, el propio Krassnoff estuvo en servicio activo hasta 1998, hubo que pactar, negociar, transar y suma y sigue.
Quizá eso mismo, arreglar las cosas con parches –primero los detenidos desaparecidos y ejecutados, después los exonerados, más tarde los torturados o las ambiguas soluciones al “problema” de los presos políticos, entre innúmeros factores-, ha contribuido a que, en el presente, la deuda con respecto a los derechos humanos siga pendiente y el porvenir en esa materia esté muy lejos de ser satisfactorio.
Porque algo muy serio falló y la demostración de ello está a la vista: a casi 40 años del golpe militar de 1973, todavía debemos hacer frente a las demenciales teorías de Krassnoff y sus amigos.
Los militares tomaron el poder porque los civiles les obligaron a hacerlo, dificilísimo de creer si el 45% de la población apoyaba a Allende.
El nuevo régimen nos salvó del marxismo, algo tan ridículo que resulta insostenible: no había ni la más remota posibilidad de que se instaurara un sistema socialista de tipo soviético.
Nos libramos de la terrorífica amenaza moscovita, lo que es físicamente imposible: no se ve cómo los rusos podrían haber llegado a nuestras costas. Había 13 mil extremistas extranjeros armados que iban a ultimar a buena parte de nuestras Fuerzas Armadas, el famoso Plan Zeta, que ya ni un orate cree, salvo, claro, Krassnoff y gente como él.
En fin, la lista de aberraciones semejantes da como para escribir cientos, tal vez miles de páginas.
Y ni aunque la milésima parte de ellas correspondiese a la verdad, nada justifica una dictadura que implantó el terrorismo de estado, que hizo de la tortura una forma de gobierno, que situó a Chile en calidad de paria internacional por casi dos décadas.
Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, o, por poner un caso exótico, Filipinas, donde Pinochet tuvo que suspender abruptamente una visita oficial, no están ni han estado nunca dirigidos por gobernantes comunistas.
La biografía de Krassnoff llega a manifestar el equivalente a eso y mucho más.
Todos los males de Chile se deben a complots izquierdistas. Si fuera una manía persecutoria aislada, santo y bueno. Pero a juzgar por las ventas del libro y por las cantidades de personas que lo apoyan en diarios, en blogs, páginas web, sitios virtuales y diversos medios, quedan miles de individuos en Chile que, aún después del colapso de la URSS, siguen obsesionados por el peligro comunista.
Y para contrarrestarlo, se permite todo, desde tormentos que abruman a la imaginación humana, hasta la eliminación física, por cualquier método, del enemigo.
No hay comisiones, informes, museos de la memoria, institutos, evidencias incontestables, ni nada que socave sus inquebrantables posiciones. Y si las expresan sin tapujos por doquier, es una muy mala señal para el futuro de los derechos humanos.