No soy un gran partidario de la navidad y es una fiesta que más bien rechazo, con toda esa parafernalia de papás Noel y regalos obligados, pero lo que sigue a continuación es, más o menos, el relato fiel de lo que me contó una amiga, y sucedió en Santiago unos días antes de la navidad del año 1986.
Mi amiga vivía en un departamento de la calle Bombero Salas, un edificio de los años cincuenta, bastante mal tratado, sin calefacción en los inviernos y sin nada que refrescara en los veranos, y para mayor mala suerte, mi amiga tenía casi medio año de atraso en el pago del arriendo y se arriesgaba a que en cualquier momento la echaran a la calle, a ella y a sus dos hijos de siete y nueve años respectivamente.
No era una buena época, tampoco la navidad se auguraba llena de amor y cosas sabrosas en la mesa.El departamento no daba a la calle sino a un triste panorama de techos, ventanas y tuberías oxidadas y, según mi amiga, ni las palomas anidaban en ese sitio lúgubre.
El día 23 de diciembre de ese año mi amiga simplemente robó una ramita de pino en el cerro San Cristobal, la llevó al departamento, y con sus hijos empezaron a armar el tradicional árbol de pascua, árbol triste, porque todos sabían que el día 25 no los esperaría lleno de regalos.
Y en eso estaban cuando de la calle llegó el ruido inconfundible de unos disparos que de inmediato revivían todo el horror de la dictadura. Mi amiga encendió la radio, y por Cooperativa se enteró que se trataba de un asalto.Al parecer unos cacos vestidos de viejos pascueros habían asaltado al pagador de una constructora, en el momento preciso en que salía de un banco portando una bolsa llena de dinero.
De pronto el edificio se llenó de carabineros armados hasta los dientes. Sin grandes gentilezas revisaron todos los departamentos, abrieron cuartos, muebles, hicieron destrozos porque el odio no respetaba esa fecha de aparente buena voluntad, y se largaron no sin antes indicar que los moradores debían informar de cualquier cosa extraña que vieran.
A eso de las seis de la tarde de ese día caluroso, mi amiga salió a hacer unas pocas compras, algo de leche, pan, y si alcanzaba alguna golosina para los chicos.
Dejó a los niños viendo la televisión, y antes de salir a la calle abrió el buzón. Encontró una carta del marido, un sobre con sellos mexicanos alusivos a la navidad.
Leyó la carta que decía lo mismo de otras recibidas meses antes: al marido le iba mal, muy mal, apenas ganaba para sustentarse, pensaba seriamente cruzar la frontera y probar suerte en los Estados Unidos. Agregaba que no perdía las esperanza de poder reunirlos a todos algún día, que la quería, que besaba a los niños y ¡Feliz Navidad!
Mi amiga tardó unas dos horas en hacer las compras y, cuando regresó, la calle estaba bloqueada por vehículos policiales además de una ambulancia. Alcanzó a ver parte de los pies y de las piernas del cuerpo cubierto por una sábana que metían a la ambulancia. El cuerpo llevaba botas negras y pantalones rojos.
Con el corazón palpitando de inquietud subió a pie los cuatro pisos que la llevaban a su departamento, abrió la puerta, y encontró a los dos niños sentados frente al televisor, pero con expresión de estar viendo cualquier cosa menos las peripecias del correcaminos perseguido por el coyote.
El menor de los niños se echó a sus brazos llorando, y le costó secarle las lágrimas, limpiarle los mocos, tranquilizarlo, para entender lo que decía.
-El viejito pascuero se cayó- repetía desconsolado el niño.
- Sí. Sentimos un ruido en la ventana de la cocina y ahí estaba, parece que quería entrar, pero se cayó- dijo el mayor de los hijos.
Mi amiga fue a la cocina, abrió la ventana, y vio a más vecinos asomados hacia el patio interior. Alguien comentaba que se trataba de unos de los ladrones perseguidos por la policía, que al parecer se había escondido en la parte alta y había tratado de bajar deslizándose por las tuberías.
-Pero se fue abajo y se hizo plasta el pobre- agregó una vecina.
La noche del 24 de diciembre de 1986 mi amiga asó un pollo al horno. Lo sirvió acompañado de papas fritas y ensalada de tomates. Una botella de Fanta familiar daba categoría festiva a la mesa, y cenaron deseándose ¡Feliz Navidad!
Y así, llegó la hora de los regalos. Ella recibió un dibujo del cerro San Cristóbal, con el funicular detenido junto a un letrero que ponía “Zoo”, y una pulserita hecha con fideos.
El menor de los hijos abrió el paquetito que contenía dos figuritas de plástico de la guerra de las galaxias, y el mayor una cinta de video sobre la que ella misma había pegado una etiqueta con la leyenda “ Tres películas de Bud Spencer”.
Años más tarde, y mientras bebíamos un estupendo margarita en Tlaquepaque, cerca de Guadalajara, en México, mi amiga me contó que los niños le dieron las gracias, pero se quedaron silenciosos, en ningún caso debido a que no les gustaran los regalos, sino esperando el momento propicio para una gran confesión.
-Ya pues, dile- sugirió el menor.
Entonces el hijo mayor la tomó de una mano y los tres fueron hasta la estrecha sala de baño. El niño movió una tabla con azulejos de plástico que cubría el costado visible de la bañera, se tendió en el suelo, y cuando se incorporó lo hizo arrastrando un maletín de cuero. En él, había varios fajos de billetes, una bonita cantidad de dinero que mi amiga no supo ni quiso contar en ese momento.
-Yo abrí la ventana para que el viejito pascuero entrara, pero se cayó y tiró para adentro el maletín- le contó el hijo mayor.
Esa noche, mi amiga y sus hijos durmieron en la casa de su suegra. Antes de tomar un taxi compraron un enorme pan de pascua en el café Paula y los niños dijeron a la abuela que era un regalo del papá. ¡Feliz Navidad!
Mi amiga vive en un país de Centroamérica, tiene una bonita tienda de artesanía atendida por toda la familia, el hijo mayor es médico y el menor estudia leyes. Y sobra decir que mi amiga cree fervientemente en el Viejito Pascuero. ¡Feliz Navidad!