Mientras esperaba a la jueza, el inculpado miraba el vaso sin nada. ¿Qué buscaba en él? ¿Sería acaso la ética perdida, las enseñanzas de sus padres o los valores que le inculcaron los curas del Verbo Divino, el mismo colegio de Piñera?
¿Sería ese el último escondrijo donde se ocultaba algo más valioso que el oro, aunque de otra naturaleza; aquello que engrandece al hombre, el orden moral?
Ciertamente su vaso estaba vacío. Sin materia. Sin espíritu.
Mientras tanto, los ecos lejanos de la obra de Santos Discépolo rondaban haciendo guiños en mi cerebro. “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador .Todo es igual, nada es mejor, los inmorales nos han igualao…
¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!”
Una vez más un conspicuo representante de la clase ejecutiva y empresarial, destacado por sus pares, que durante años circuló rodeado de un halo de admiración por los más exclusivos salones, clubes privados y todos esos eventos en Casa de Piedra, es acusado ante la ley de aprovecharse del sistema económico vigente para maximizar sus ganancias, sin importarle cuanto daño hacía, ni los heridos que dejaba en el camino.
Se dirá que no es culpa del modelo económico, que las instituciones funcionan, pero la verdad es que -una vez más- este caso no es la excepción.
Hay un problema de fondo que tiene que ver con la ética: no se puede ganar dinero de cualquier forma. No es un buen empresario, ni un buen ejecutivo el que burla la ley, el que vive aprovechando los resquicios o simplemente abusa de sus empleados, de sus proveedores, de los clientes y usuarios.
Los ejemplos están en todos lados: las empresas se coluden para la venta de pollos; se introduce mercadería como si fueran donaciones; las farmacias y las Isapres hacen su agosto con la salud de la gente; las AFP te cobran aunque pierdan tu plata.
Las principales cadenas de supermercados son investigadas por posibles prácticas contra la competencia y las denuncias de los usuarios contra las empresas de servicios aumentan día a día.
Incluso, un ex senador está condenado junto a sus hijos por secuestro y agresión, y está siendo investigado por trata de personas, mientras algunas de sus empresas han sido sancionadas por la Superintendencia de Valores y Seguros.
No son casos aislados. Todos son destacados personeros o empresas importantes de los dueños del capital.
Y esto no solo sucede ahora. En el pasado reciente ellos crearon empresas de papel, se compraron a vil precio las empresas del Estado y luego, con el dinero de todos los chilenos, se debió salir a socorrer las pérdidas privadas de los bancos.
En fin, no vamos a descubrir ahora algo que desde los comienzos de los siglos fue catalogado como pecado capital: la avaricia.
El problema es que en el capitalismo salvaje de las empresas familiares chilenas la codicia es un condimento atractivo que le da sabor al modelo económico.
Lo que en sus inicios fue denunciado por las encíclicas sociales de la Iglesia Católica ahora campea triunfante en el país, envenenando nuestro espíritu.
Increíblemente, los mismos que reciben recogidos los sacramentos en la misa del domingo, al interior de sus empresas impulsan modelos de gestión que contradicen los más preciados valores del cristianismo e incentivan comportamientos al borde de la ley y de escasa moralidad.