El 8 de diciembre se cumplió un año de la trágica muerte de las 81 personas víctimas del incendio ocurrido en la cárcel de San Miguel. Durante el año hubo diversas conmemoraciones, la última en la Catedral Metropolitana en donde el señor Arzobispo de Santiago, junto a familiares y cercanos de las víctimas, celebró la Santa Eucaristía por el eterno descanso de los fallecidos.
Es bueno recordar y en particular con la oración, ya que ella nos abre hacia las dimensiones de la eternidad, senda obligada de todos quienes peregrinamos en la historia.
Sin embargo a un año del fatídico incendio me habría gustado que las madres, esposas, hijas, abuelas y en general las mujeres vinculadas a los que perdieron la vida, se hubieran reunido con el señor presidente de la República y sin filtros ni sesgos contarle como se sobrevive al interior de un recinto penal.
Estoy cierto que al Presidente, por su extremada sensibilidad y contrario al abuso y atropello de la dignidad y de los derechos humanos, le habría sido muy útil esa reunión.
Por otra parte, echo de menos, que a un año de ocurrida la tragedia todavía no se firme un convenio, que por medio de un catálogo, se definan los delitos que nunca más deberían tener penas privativas de libertad o dicho de otra manera, reclusión corporal.
He insistido con oportunidad y sin ella, en todos los ambientes que se me invita para hablar del tema penitenciario en la necesidad de aumentar las alternativas a la privación de libertad, ya que es 2/3 más barato para el Estado y el porcentaje de éxito en materia de reinserción social supera el 80%.
Lo irónico es que todavía se mantenga un sistema obsoleto con 71% de reincidencia delictual, a un costo por interno semejante a lo que paga un estudiante de medicina por su carrera.
Por otro lado, la deuda que Chile tiene con los privados de libertad es impagable y habría sido de toda justicia demoler la cárcel de San Miguel para construir sobre sus cimientos un gran centro cultural, de formación humana y de capacitación para todos aquellos infractores de ley que sin pasar por las cárceles puedan pagar su deuda a la sociedad con penas adecuadas al siglo en que vivimos.
Las metodologías exitosas usadas para la recuperación de quienes han cometido delitos hablan por sí solas y es la sociedad que excluyó la que debe incorporar, enseñar y acoger a quienes desde las primeras edades fueron marginados.
Magna tarea la que nos desafía. Vemos morir a nuestros conciudadanos y luego de unos días un velo de olvido lo empaña todo y nunca más nadie se acuerda. Varias han sido las tragedias ocurridas en los últimos años en nuestras cárceles y cada vez que sucede otra se levantan voces con promesas que se disipan en el tiempo.
¿Tendremos que ser testigos de otro hecho de horror en el que varios miles de privados(as) de libertad mueran de una sola vez, para que la cultura de la indiferencia, de la negligencia o de la exasperante burocracia dé paso al despertar de la justicia y brinde nuevas oportunidades?