Si bien la figura del librero se ha ido extinguiendo, no sólo en Buenos Aires, sino en todo el mundo, aún existe una caterva de libreros que sirve como guía para no perderse en este mundo editorial, que año a año va incrementando su cantidad de títulos.
La desorientación podría ser total sin el crítico y el librero. Pero como el crítico ya es un dinosaurio, no por lo grande, hoy son los libreros quienes pueden orientar a los lectores-consumidores.
En Santiago el librero español de Takk es un ejemplo de estos guías, Víctor López y Sergio Parra de Metales Pesados son otros, Víctor y Rodrigo en Ulises son quienes aumentan el número, pero, ojo, no son muchos los que saben de literatura o tienen una noción personal de lo que se está publicando.
Puede que esa noción sea equivocada, que responda a un “canon”, y creo que eso está bien, porque en el fondo se trata de una librería: la exposición de un canon.
Una buena librería, en este sentido, no debe contar con todo, de hecho ninguna librería tiene “todo”; puede que algunas den esa idea, como las cadenas, pero ya sabemos tanto en Chile como en Argentina que éstas marginan, por ejemplo, a las editoriales independientes y a su vez a las editoriales independientes no les interesa trabajar con las cadenas, debido a la cantidad de ejemplares por título que exigen y a los plazos de pago.
Es en las librerías medianas y pequeñas donde la presencia de las editoriales independientes –que son las que más se esfuerzan por tener un catálogo propio– se nota más: Takk, Lea + (GAM), Crisis de Valparaíso y las mencionadas arriba.
En Buenos Aires esta situación es similar, porque es en estas librerías donde el librero subsiste. En las cadenas no es necesaria una orientación, sencillamente porque ahí está casi todo, y donde está casi todo se hace necesario saber nada.
Hace un mes me tocó ir a Cúspide, una cadena que distribuye, entre otras editoriales, a Anagrama y me tuvieron esperando para pagar por veinte largos minutos. La chica de la caja contaba el dinero que ingresaba a la registradora una y otra vez, luego conversaba con un cliente, enseñándole el escote. Al final me fui y ella ni se dio cuenta. Pude haber llamado su atención, pero era “musho”, ¿no?
Cuando voy a una cadena en Buenos Aires es cuando no me queda otra alternativa. Y por lo general voy por encargos de Chile. En otras palabras son mis amigos chilenos los responsables. Por mí no entraría en ellas.
En Hernández, por ejemplo, se enojan si les sacas el plástico a los libros para hojear de qué se trata. No todo lo que uno husmea lo conoce. Y como además ya me pasó que llevé a Chile un libro de Beatriz Sarlo con varias páginas en blanco, hoy abro el plástico y verifico que estén todas las páginas. No quiero estafas.
En las librerías medianas y pequeñas, en cambio, uno puede hojear libros eternamente, incluso avanzar en la lectura de algunos, sin tener que comprar, o incluso puedes dejar un abono e irlo pagando en cuotas.
Por eso me gustan estas librerías: De la Mancha (y los chismes de escritoras que cuenta el librero), La Libre (y sus generosas invitaciones a cervezas), La Internacional Argentina (y el diálogo siempre interesante con su dueño, el también editor de Mansalva Francisco Garamona), Caterva (y el cafecito con Roberto Papateodosio). Con todos ellos he aprendido algo. A todos ellos les he comprado libros. Y ninguno de ellos se me ha pegado a la cara para preguntarme si ando buscando algo en especial. Eso lo agradezco.