La intensidad y profundidad del conflicto socio-político actual; la tensión e incluso violencia que tiende a estar presente en el escenario nacional; el inmenso agravio y las reacciones a un pretendido “homenaje” a un connotado y condenado, judicialmente, violador de los derechos humanos; la tramitación del Presupuesto 2012 en el Congreso Nacional, me hacen pensar que en Chile podríamos estar en la no-política.
A mi juicio, es preciso preguntarnos si luego de décadas de historia política muchas veces dramática -e incluso brutal como en el período del Gobierno militar- nos hemos superado como país o seguimos siendo un conjunto de personas y agrupaciones diversas y aguerridas, en un mismo territorio pero intensamente escindidos por diferentes factores, que hacen más difícil aún la siempre difícil política e incluso pueden imposibilitarla – al menos aquella democrática, conocida, la que se hace dentro y por las instituciones, no en las calles.
Desde luego, todos, o casi todos, reconocemos hoy que existe la división de un Chile de los ricos -de los “afluentes” como se expresa ahora- que viven la misma vida que los sectores desarrollados de los países del llamado primer mundo; y el de los pobres y sectores medios, muchos de los cuales llevan vidas precarias, marcadas por la diaria lucha por sobrevivir.
Así, existen al menos tres países escindidos, incluso territorialmente, como resultado de la concentración de la riqueza, de los frutos del crecimiento económico y de la muy desigual distribución del ingreso, que favorece a un grupo minoritario y deja en la pobreza a un segmento numeroso de la población y en condiciones precarias a la gran mayoría, aquella de los sectores medios-bajos y medios.
Las cifras existen. Las conocemos, no es preciso reproducirlas aquí, están allí para quien desee verlas. Y, además, está la realidad para quien quiera ir, en la Región Metropolitana, por ejemplo, desde Lo Barnechea a Cerro Navia. Ese mismo viaje educativo también podría hacerse, además, entre sectores territoriales de las grandes ciudades del país.
Pero esa división no es solamente socio-económica, también es política: los chilenos nos dividimos políticamente de manera incluso más aguda.
Un amigo “gringo” me decía, con gracia y agudeza, que cuando se juntaban tres chilenos y conversaban de política, él percibía a lo menos cuatro partidos políticos. Con ello hacía referencia a la multiplicidad de nuestras preferencias político-ideológico partidistas, incluso al interior de aquellos partidos políticos más formalmente organizados y modernos.
Siempre en el ámbito político, los chilenos estamos también intensamente divididos en la apreciación de nuestra historia política reciente: los últimos años de la década de los sesenta, el período de la Unidad Popular, el Gobierno militar, la transición a la democracia, los Gobiernos democráticos de la Concertación, el actual Gobierno democrático de la Alianza.
No me refiero a simples y legítimas evaluaciones diferentes sino que a posiciones absolutamente contrapuestas, divergentes, polarizadas y conflictivas, al punto que es muy difícil que “conversen” entre ellas.
Existe también la división socio-cultural, entre aquella minoría que ha recibido una instrucción y formación de altísimo nivel y una mayoría que ha terminado por ser analfabeta práctica, que nada lee -y si lee no lo comprende- y que, culturalmente, obtienen su información y conforman sus actitudes y conductas sobre la base de los casi siempre deplorables contenidos de la televisión abierta.
De otro lado, existen las divisiones ideológicas, esto es, de conocimientos, sentimientos, actitudes, conductas y visiones, muchas veces diametralmente opuestas, respecto de la actividad política, la sociedad, la economía, las instituciones y el régimen político.
Por último, en un catálogo que podría ser más extenso, existe también la división en torno a asuntos éticos básicos, en materias tales como el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, por ejemplo.
¿En esas condiciones se puede hacer política democrática? Difícil. Muy difícil.
Sin embargo, ello no debiera dar lugar a que los políticos viejos y jóvenes, de todas las inspiraciones, abandonen su oficio y dejen de al menos intentar hacer política.
Porque si no existe política, no existe Gobierno, no existe Oposición, se debilita el Estado o más bien aparecen los ciudadanos empoderados, en las calles, y tarde o temprano, sin saber bien dónde van o quieren dirigirse, pueden ir tras de un líder populista.