Sin duda estamos ante un gobierno débil, con una también débil voluntad de llegar a acuerdos. Pero no podemos dejar de intentar alcanzar consensos posibles por razones que trascienden el juego de intereses inmediatos.
Una de las razones más importantes para seguir buscando entendimientos factibles es no poner nuestras instituciones democráticas en peligro. No más de lo que ya se encuentran.
No será gratuito para el país que este gobierno estuviera llamado a dar respuesta a la realización de importantes reformas, y que haya fracasado en toda la línea. Lo que no se resuelva ahora pasará –con demora y agravamiento- a la administración siguiente, la que tendrá que vérselas con una pesada sobrecarga de demandas mal contenidas y peor procesadas.
Piñera va a dejar como herencia un vacío de conducción política y una cuenta impaga de demandas sociales no atendidas. El saldo neto le habrá hecho un daño importante a la democracia chilena.
Hay que hacer todo lo posible para que los principales temas en debate empiecen a ser tratados desde ya, porque los gobiernos son cortos y hay que partir bien para tener posibilidades de terminar bien.
Al menos no hay que mentirle a los demás ni a uno mismo, convenciéndose –sin razón- de que se tienen todas las respuestas desde el inicio, cuando lo que se tiene es un pendrive vacio de ideas y de contenidos.
Pero tal vez la razón más importante para seguir intentando el camino de los acuerdos es que hay que saber enfrentar la tentación del maximalismo, hoy tan en boga. No se supera la ineptitud de un gobierno de derecha con propuestas del tipo “o todo o nada”.
La democracia no es maximalista, porque el predominio total de unos ante otros, solo se consigue por la imposición y el sometimiento. Sobre esa base es imposible la convivencia pacífica.
En democracia la mayoría tiene el derecho y la posibilidad de fijar el rumbo que el país adopte, pero respetando los derechos de los demás. Conseguirlo requiere del mayor temple y de una visión política amplia por parte de los principales líderes.
Un demócrata tendrá siempre en cuenta el efecto de sus actos, y por eso se concentra en lograr lo prioritario, pudiendo ceder en lo que es secundario.
Como dijimos, el juego del maximalista es el de todo o nada. En Chile sabemos por experiencia que los más radicales suelen trabajar finalmente para sus opuestos. En esto no hay misterios. Los intransigentes consiguen, en conjunto, en tres años de polarización que se pase a dieciséis años de dictadura. Los que piensan en ir rápido deciden sobre la velocidad con que se llega, pero no la estación de destino.
Chile ha logrado mucho mediante avances graduales, pero persistentes y en una dirección sostenida. El efecto acumulado ha transformado profundamente al país.
El hecho de que no nos demos por satisfechos con los logros alcanzados y que aspiremos a mayores grados de equidad y de participación, no es una señal de fracaso. Al revés.
Debiera movilizarnos a persistir en el uso de los procedimientos propios de una democracia con probada capacidad de reacción.
Lo que no se consiga como acuerdo, permanecerá como proyecto. Por eso, nadie pierde el tiempo organizando la demanda social y traduciéndola en proyectos nacionales alcanzables.
Las demandas estudiantiles no son utópicas: son de gran envergadura, lo que no es lo mismo. Nada que sobrepase a la nación, pero que le demandará una gran cantidad de tiempo y una dedicación colectiva extraordinaria.
En este punto, una nota de realismo es necesaria.
El gobierno es un mal socio para los acuerdos por tres motivos: porque está famélico de apoyo popular, por lo que cualquier alza minúscula en las encuestas la celebra como maná caído del cielo; porque tiene como meta volver a conectar con su votante duro, y a este último le puede gustar más las demostraciones de fuerza que dialogar; y, porque no sabe lo que quiere, está siempre abierto a todo.
Debido a esto último concreta poco o nada por la multiplicidad de interlocutores que ofrece, cada uno con sus propias iniciativas y poco respaldo.
Aquí es donde el oficialismo sufre de una distorsión que tiene muchas consecuencias: le atribuye una mala fe congénita a los opositores. Los parlamentarios oficialistas suelen decir que la oposición no llegará a un acuerdo “grande” porque lo que le interesa es dejar sus principales reivindicaciones como banderas de lucha futura.
En realidad bien puede que ocurra al revés. A la oposición le interesa llegar al máximo de acuerdos desde ya, puesto que el inicio de la implementación de soluciones es siempre lento, y en todo lo demás no le queda más alternativa que dejarlo para después.
Pero es el gobierno el que decide cuánto acepta y cuánto cede. El hecho que se aproxime la negociación tan a la defensiva muestra mucho acerca de su debilidad.
Con todo, los errores de los contrincantes no se convierten automáticamente en aciertos propios. Jugarse por conseguir acuerdos posibles requiere de cierto coraje.
La intransigencia es de fácil defensa en asambleas, pero es estéril en frutos. Un actor social puede mantenerse en la defensa acérrima de sus demandas. La dirigencia política no puede hacer lo mismo. Tiene que hacerse cargo de las consecuencias de no conseguir nada por quererlo todo.
Los parlamentarios de la oposición tienen que justificar ahora el por qué son autoridades políticas representativas.
Si no se consiguen mejoras, aunque sean parciales, a las mayores movilizaciones de nuestra historia a favor de la educación pública, le seguirá el 2012 el año de la mayor crisis del sistema de educación pública y de un fortalecimiento de la educación privada y pagada.
Hay que evitarlo. Sería un contrasentido demasiado grande. Las demandas importan y mucho, pero los resultados también.