Mi hermano Patricio, diputado, ha dicho en un libro y en declaraciones posteriores: “Queremos perdonar a los que aun no nos piden perdón”.Queremos perdonar, porque el proceso de reconciliación es personal y no social (Carrerinos y Ohigginistas aun no se reconcilian), pero hay algunos en que insisten no sólo en no pedir perdón, sino además en vanagloriarse de sus conductas, buscar validaciones en connotaciones políticas o disquisiciones históricas.
Yo quiero perdonar y a muchos los he perdonado. Pero eso no releva mi juicio crítico hacia quienes cometieron delitos gravísimos, ya sea como autores directos o como instigadores o inspiradores de ellos.
Mi opinión no nace del deseo de venganza ni del resentimiento por haber sido víctima, sino de una profunda convicción que va mucho más allá de las situaciones coyunturales que hemos debido vivir.
Desde las primeras horas de la dictadura, siendo oposición al gobierno de Allende, me situé enfrente de los nuevos ocupantes del poder y en cuanto se pudo comencé a trabajar en la defensa de los derechos humanos de los perseguidos.
En mérito de esa convicción y de mis acciones a favor de los perseguidos fui detenido por la DINA en 1975 y llevado a Villa Grimaldi. Allí fui interrogado por tres personas, siendo el principal Moren Brito, a quien reconocí por su voz ronca y porque le decían “comandante”.
También hubo un interrogatorio de un sub oficial que sólo hizo preguntas como si se tratara de un típico actuario de causa criminal, sin presiones , ni connotaciones, salvo la condición de esposado y vendado en que me encontraba.
El tercero, que en realidad fue segundo e intervino luego de que hubiera llamadas en mi favor, fue Miguel Krasnoff, a quien reconocí días después en la Corte por su voz y tono inconfundibles y cuya identidad confirmé luego cuando supe algunas cosas de su trayectoria.
En el interrogatorio no fui torturado físicamente como otros, pero estaba esposado, vendado y debía contestar preguntas de personas que se dirigían a mí sin ningún respeto, insultos y groserías, hasta que entró en escena Krasnoff.
¿Qué te pasó, Jaimote?, fueron sus primeras palabras. Y de ahí en adelante el jugó el papel del “bueno”, cuando me insistía en la idea de que cómo yo, un luchador por la democracia y contrario a Allende, estaba complicado con los comunistas, cómo me había metido en “esto”.
Y me dijo la clave para reconocerlo: conozco a tu familia, soy amigo de los Jamarne y los fue nombrando, a todos los de Temuco y me dijo que los había conocido cuando estuvo en el regimiento de esa ciudad. Está claro que él quería que yo supiera que estaba con el hombre terrible cuya fama ya trascendía a menos de dos años del golpe militar.
Yo sabía de Kransnoff al momento de ser detenido: estaba lo de Enríquez, lo de Dagoberto Pérez y tantos otros casos. Lo conocíamos todos los abogados de derechos humanos. Por eso, cuando llegaba a Villa Grimaldi esa mañana del invierno de 1975 sabía con qué me encontraría.
Pero, pudo ser peor.
¿Me torturó? No hubo tortura física, pero por cierto hubo una presión sicológica tremenda, como cuando me dijo, por ejemplo: “¿No te das cuenta que pones en riesgo la vida de tu hijo con estas cosas que haces?”.
Evidentemente él ya sabía, a esa altura de mi detención, de las acciones que hacían mi padre, Eduardo Frei Montalva, los embajadores árabes por mi libertad y hasta el propio ministro de defensa llamó a mis captores – según lo constaté allí en Grimaldi y él mismo me lo aseguró después en presencia de testigos calificados – por lo que mi libertad era cuestión de tiempo.
Y, por cierto, no debían quedar más huellas que las síquicas o emocionales, para que yo decidiera no seguir adelante con mi compromiso de defensa de los perseguidos. Eso era lo que se pretendía. Su amenaza era directa, pero velada al mismo tiempo, en un doble juego destinado a afectar en lo emocional.
Pero yo seguí en lo mío, no porque no tuviera miedo, sino porque ya sabía que con miedo es posible conciliar el sueño, pero con la conciencia intranquila no. Y mi compromiso de conciencia me era – me es – irrenunciable.
Krasnoff infundía terror, aun con el tono suave de su voz en los momentos en que quería hacerse el amable, pues lo hacía en el ámbito de lo que podríamos llamar tortura o violencia sicológica, tan feroz como la otra, pero cuyas marcas parecen diluirse en las apariencias.
Después supe más de Krasnoff.
Lo que él no supo en ese momento, es que todo el terror que él infundía no sería suficiente para NO continuar con la tarea asumida. Por el contrario, al haber tipos como él, era más necesario que hubiera tozudos como yo.