Hace unos días invité a mi casa a una reunión-manifestación contra una planta generadora de CO2 que se instalará en las inmediaciones (Carboysén se llama). Preparé algunos comestibles, separé algunas botellas de bebestibles y unas sillas donde instalarnos.
Llegó mucha gente. A algunos no los conocía y, por lo tanto, no los dejé entrar.
La velada estaba resultando un éxito, hasta que los que se habían quedado afuera se pusieron gorros, capuchas y empezaron a quebrar vidrios, patear los autos y romper el mobiliario público y los semáforos cercanos.
Llegó la policía y, para controlar el orden público, lanzó gases lacrimógenos dentro de mi casa. Mis invitados quedaron todos con principio de asfixia; los delincuentes de afuera huyeron. A nosotros nos llevaron detenidos. Ahora quieren que pague los daños a la propiedad pública que causaron los malandrines.
La autoridad me ha dicho que está muy bien que hagamos reuniones para protestar, pero que si somos incapaces de controlar a los delincuentes que patean autos en la calle (fuera de mi casa), entonces debemos abstenernos de continuar con ellas.
Si no somos capaces de garantizar el orden público no nos permitirán nuevas reuniones.
Este es un relato ficticio, es como un pequeño cuento.