Conocí a José Miguel el año 1969 poco antes de su viaje a Europa en una despedida que le hacían sus amigos de entonces entre los que estaba mi suegro, Horacio Cepeda, uno de sus íntimos.
El Inti-Illimani empezaba a sonar poco a poco en los oídos de los santiaguinos y recuerdo ya sus comentarios elogiosos matizados seguramente de alguna dulce broma, como solía hacerlo.
Desde aquel día pasó a ser un personaje ligado a mi familia, un amigo cercano, un hombre a quién nunca escuché con un tono de voz distinto al que todos le conocimos.
Aquella voz templada y muy bien pronunciada que siempre comunicaba cosas interesantes y divertidas y sin atisbo alguno de agredir al interlocutor o seducirlo con algo distinto a la verdad, la rectitud, la simpatía, la tan mezquina bondad.
¿Habrá alguna vez alzado la voz José Miguel? Lo dudo.
Luego nos vimos en el exilio cruzándonos veloces en los interminables trayectos de la solidaridad.
Aunque su lugar trascendente y casi fijo fue la Radio Moscú, viajó a Italia algunas veces y en una de esas nos acompañó por algunas ciudades, recuerdo Génova.
José Miguel hablaba al inicio, contando las malas noticias de la desastrosa represión y luego se realizaba el concierto musical del Inti-Illimani.
La primera sorpresa, hablaba perfectamente el italiano, es decir, la comunicación era total. Pero no sólo este idioma, sino inglés, francés, ruso y checo, y hasta el alemán, con el que podía sostener una conversación decentemente.
Ya de regreso en Chile nos vimos con la frecuencia de los encuentros familiares y aquellos de la ritualidad cultural, conciertos y lanzamientos de libros.
¿Qué decir de la delicia de su literatura que no sea el grato sabor que nos deja su pluma aguda y tan cercana a la humanidad profunda y estricta de la gente?
El año 2004 trabajamos juntos en la música. Es un decir, porque nunca escuché una entonación o débil melodía de su boca, menos un silbido. Pero algo me decía que uno autorizado en materia de historia musical, de crónica veraz, ése era José Miguel.
Y así fue que tuve la buena ocurrencia de pedirle un escrito, una introducción a un libro importante que fraguábamos en la Comisión Bicentenario junto al editor Arturo Infante.
Había que narrar la música del siglo XX.
Ese libro se llamó En Busca de la Música Chilena y tiene cien brillantes páginas escritas por nuestro querido escritor tituladas Crónica de una historia sonora.
Quien desee conocer de música chilena, deberá deleitarse con estas páginas. Porque una sabia manera de entender el misterio de los fenómenos musicales es hacerlo a través del conocimiento de la vida de la gente, aquella gloriosa y no tanto.
En eso no hay quien le corriera a José Miguel. Y lo hace de forma amena, documentada, a ratos divertida, cercana y distante, pero siempre como un espectador curioso y cariñoso. Debo decir, de forma magistral.
Porque su desafío fue hablar de música, siendo esto un arduo trabajo por lo inefable del tema. Doble placer fue que lo hiciera junto a Luis Advis, en los últimos días de su vida, y al amparo de la SCD en tiempos de Santiago Schuster.
Todas sensibilidades parecidas a las de José Miguel. Gente talentosa, culta y con una discreta y cauta opinión de si misma. Lejos de los reflectores.
Murió con discreción, como subrayando una constante en su vida. Creo, con una paz razonable.
Espero, con la certeza, no se si completa, de habernos brindado emotivos instantes de auxilio y sosiego y páginas de literatura llana, portentosa, lejos de la siutiquería y muy cerca de nuestra imperfecta manera, pero dichas con el entrañable cariño que le daba a su prosa.
Se ha dicho, un hombre excepcional. Quiero agregar, uno de esos por los que sentimos orgullo, cuando pensamos en esta tierra a ratos esquiva.
Un hombre bueno de admirable talento cuya bondad fue, sobretodo, entendernos y explicarnos con el mejor arte de la palabra nuestra condición de chilenos.