Si hay un elemento que aparece más o menos claro para la transversalidad de las posturas relativas al problema educacional, refiere a la demanda generalizada por encontrar una vía, no de escape, sino de solución de las razones que han sido reales detonantes del conflicto por la educación (llámese lucro a ultranza, calidad educativa, segregación social, desigualdad, etc.).
La sociedad civil en sus diferentes niveles clama por una respuesta que no pasa por cambios cosméticos a los cuales la Concertación parecía tenernos acostumbrados (y según la cual la Alianza ha sido su mayor aprendiz), sino por modificaciones de caracteres estructurales, que ataquen los fundamentos sobre los cuales se ha sustentado el “modelo” educativo chileno.
Diversas encuestas, la mayoría incluso de tendencia política oficialista, han corroborado que las demandas estudiantiles son representativas (en sus contenidos y formas) de una mayoría indiscutible.
No obstante tales datos, (valorados usualmente por la clase política casi al nivel del sufragio universal), las tratativas para poder componer la mesa de diálogo han sido tan numerables como infructuosas, según lo cual destaca el rechazo a la conformación de dicha mesa por parte del Gobierno la semana pasada.
Frente a este último evento, parte importante de la clase política, de las autoridades religiosas, de las autoridades universitarias y de la ciudadanía en general, se ha manifestado pidiendo buena voluntad de las partes para la definitiva estructuración de dicha instancia.
Sin embargo, ¿alguien se ha detenido a pensar realmente que supone (y qué consecuencias podría tener) el que la sociedad civil (incluyendo a sus autoridades) deposite en la sola buena voluntad al diálogo una salida que para la mayor parte de la población aparece especialmente clara (no más lucro, no más segregación social, no más desigualdad, etc.)?
El panorama no es tan difícil de visualizar. Nuestro sistema “democrático” bien parece acercarse a la monarquía descrita y adorada por Thomas Hobbes en el siglo XVII, a partir de lo cual el poder absoluto reside en un soberano que ostenta las facultades de hacer y deshacer con ancha voluntad, y al cual la población le debe rendir pleitesía.
En esa línea, como solución al conflicto educacional, nuestras distintas autoridades (y muchos ciudadanos mal acostumbrados al paternalismo de las élites) ruegan por el don de la buena voluntad a nuestros mandos gubernamentales, para avanzar hacia lo que la sociedad chilena considera necesario.
¿Es acaso admisible que una sociedad que se dice democrática (esto es, que respeta y hace prevalecer las voluntades de las mayorías, las que a su vez proveen de legitimidad al orden político) se ordene y gobierne a sí misma a partir de la sola buena disposición de sus gobernantes?
A mi juicio el problema en estas materias es de particular significancia, ya que institucionalmente pone una bomba de tiempo para el concepto que abriga el sistema democrático chileno.
Si el descontento y las demandas señaladas por la población en materia educativa carecen de eco para las prácticas de nuestros gobernantes (y por tanto éstos siguen poniendo cortapisas para la búsqueda de la solución que la ciudadanía desea), se pone en tela de juicio la función representativa de la democracia, posibilitando consecuencias para las cuales basta con echar a correr la imaginación. Y esto no es menor.
La semántica del saber técnico (de que, por ejemplo, basta con el pensamiento economicista para gobernar un país) que les ha permitido tanto a la Alianza como a la Concertación jugar a la “democracia” vedando los vasos sanguíneos que le otorgan vida y legitimidad a la misma (esto es, la ciudadanía), parece al fin comenzar a situarse en su lugar.
En ese espíritu, nuestras autoridades debiesen comprender hoy más que nunca, que la democracia no se trata solo de votar de vez en cuando, sino además de perseguir siempre representar a la población.
Una real democracia siempre quiere más de sí misma.