El viernes había comenzado con tan buenas noticias: Premio Nacional de Periodismo para Sergio Campos y de Arte para Gracia Barrios. Todo parecía ir bien.
Se preparaban muchas cosas positivas, entre ellas el diálogo del gobierno con los estudiantes y profesores para discutir los temas que motivan un conflicto vigente ya por varios meses.
En la tarde me correspondía un taller de desarrollo personal. Estábamos tratando la idea de vivir con clara conciencia (le decía a los participantes: “Vivamos cada día y todos los días, sabiendo que cada día debe ser completo y consciente, iniciando el siguiente con la convicción de que debe ser vivido con la misma intensidad), cuando mi hija Mariana, periodista, me llamó por teléfono para darme la noticia del accidente aéreo. Ella lloraba.
Luego de unos minutos regresé a la sala y ligué esta información con lo que estábamos tratando.
Fue emocionante, porque tocó a cada uno de quienes estábamos allí, más allá de que fuera una u otra la persona accidentada. Había algo con la urgencia de vivir, con la intensidad de los actos, con el sentido de lo que estamos haciendo en cada instante, con la conciencia de estar transitando.
Y así comenzó un fin de semana de reflexión profunda, más bien de oración y silencio.
Los dolores nacidos de este accidente dejan una larga estela, pues todos eran personas muy queribles, cada uno en lo suyo.
Es verdad que con la muerte tienden a ensalzarse las figuras, pero en este caso no se trata de exagerar ni desvirtuar, sino que en verdad eran personas comprometidas con su proyecto y que sabían hacer las cosas con una intensidad digna de ser imitada.
Alguien dijo que esa intensidad se les transformó en soberbia y que eso pudo ser la causa del accidente. A esa persona, le respondió mi amigo Eduardo Acevedo Daza, psicólogo y poeta (o al revés):
“Me parece que no hay mayor soberbia que no reconocer los fracasos y, en este caso, la fuerza de la naturaleza, en un momento único, irrepetible. Un momento mágico, reservado para ellos (los 21). Un momento de la vida, como tantos otros. La muerte nos sorprende en vida, como dice un amigo muy querido. Eso fue, así pasó.
No olvidemos que el límite de la autonomía de vuelo también lo tenemos las personas: cuando se nos acaba el combustible tenemos que partir.
No olvidemos que en los fracasos está el origen de nuestra sabiduría; a más fracasos, más sabios.
No olvidemos que no debemos ir en contra de lo que nos apasiona; la pasión nos hace vivir con fuerza y la pasión nos permite no temerle a la muerte.
No olvidemos que el valor del servicio no tiene límites y, por lo tanto, es el único que nos permite ir a los extremos.”
Quienes quedamos vivos como humanos sentimos el dolor y la ausencia. Tememos que no haya otros como ellos, que el riesgo intimide a los que deben tomar sus estandartes.
Pensamos en que hay 17 desaparecidos. Nada peor que la incerteza que trae la pérdida del cuerpo, no haber dado sepultura a los restos. Es fuerte el desgarro que produce esa ausencia perpetua, como nos lo han dicho por tantos años los familiares de los desaparecidos después de haber sido detenidos.
La muerte no los frenará: tomarán más impulso para volver a nacer y ser nuevamente protagonistas de la construcción de una sociedad mejor.
Somos nosotros los que deberemos acostumbrarnos a una nueva condición: la certeza de la brevedad de nuestros proyectos, de la precariedad de nuestra naturaleza y la exigencia de comprometernos más allá de nuestros límites con la tarea para la cual cada uno ha nacido.
Sueño con que este duelo contribuya a aplacar los tonos y las actitudes de tantos que circulan por nuestras calles con prepotencia, ira, malos modos, convencidos de que son dueños de la verdad y que pueden hacer lo que quieran. Será una oportunidad para el silencio, el respeto y la paciencia.
Tal vez esa sean buenas noticias para el tiempo que viene.