Todos, desde antes que seamos plenamente conscientes, sabemos qué es la “felicidad”.Feliz es el niño que se satisface su hambre en el pecho de su madre o que consigue el juguete que desea.Cuando crecemos, la racionalizamos y complicamos sus definiciones y, por cierto, la polémica de si somos felices al alcanzar nuestras metas o por el simple placer de conseguirlas, ya separaba a Aristóteles de Epicuro hace más de 23 siglos.
No vale la pena, pues, enmarañarse en definiciones, sino más bien aprender a seguir las señales de nuestro cuerpo. Todos conocemos la historia sobre “la camisa del hombre feliz”. Y por más que creamos que la felicidad es conseguir una meta o satisfacer algún deseo, el hombre feliz sigue siendo, metafóricamente, ese sin camisa.
En efecto, una vez resueltas las necesidades básicas, si bien los logros en lo material pueden estimular momentos de exaltación, dicho camino no es ni será la vía para conseguir la felicidad en cuanto tal. “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre al reino de los cielos”, no es una frase contra la riqueza, sino una advertencia de que la persecución obsesiva de lo material nos enajena de la felicidad sustantiva. La moderna neurociencia, por lo demás, nos entrega cada día más evidencias que tienden a confirmar el aserto.
La felicidad es, finalmente, un estado psicológico o del alma, que si bien puede vincularse con lo que realizamos en y para el mundo, endorfinas, occitocina, luliberina, serotonina, ovasopresina-hormonas que participan de la “creación” de ese estado de ánimo- son elaboradas por nuestro cerebro y pueden participar o no de nuestrapercepción subjetiva del mundo, dependiendo de la disposición de fe o desconfianza que tengamos en el prójimo y nuestro entorno.
Todos los grandes legados que generó la humanidad en los últimos 5 mil años, sin excepción, han buscado enseñarnos que ese satisfactorio estado del alma que llamamos felicidad es resultante de establecer relaciones de “amor” o “empatía” con el otro y con lo que nos rodea.
“Amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo” es un recordatorio de dicho precepto, el que aprendemos o no a partir de nuestras relaciones con los más íntimos, familiares y amigos.
No está demás, pues, practicar ese modelo de vínculos con los nuestros (p. ej., diciéndoles que los amas antes de irte al trabajo) y los demás –desconocidos y ajenos-, poniéndonos en sus zapatos, tal como hacemos con los más queridos y cercanos.
El resultado de ese pequeño esfuerzo (que parte, v.gr. con saludar en un ascensor o dejar el paso en el bus a una mujer o anciano) disparará en nosotros endorfinas que nos recompensarán en bienestar y, además, salud.
Diversas pruebas experimentales y estadísticas revelan que quienes viven en armonía consigo mismo y los demás, suelen tener más vigor y fortaleza que aquellos que están en permanente conflicto con los otros.