Mis hijos solían decir que, cuando crecieran, iban a vivir también en casas de ladrillo. Se referían a aquel conjunto habitacional donde, desde 1981, vivimos y crecieron compartiendo con decenas de otros niños de su edad, en un amigable entorno que casi hacía olvidar el siniestro panorama que campeaba en el país, azotado por una inclemente dictadura.
Digo casi, porque ese ambiente exterior se filtraba cada noche de protesta cuando los residentes y muchos vecinos -”queremos pasar la protesta con ustedes”- nos esmerábamos en abollar cuanta olla estaba a nuestro alcance y hasta retratarnos bajo un simbólico cartel que rezaba el más profundo de nuestros sentimientos: “NO PASARÁN”.
Quién nos permitió tales dignidades se llama Fernando Castillo, arquitecto, fue Rector de mi universidad y me honró con su amistad.
Ésta nació al calor de la pos reforma universitaria, en 1968. Yo era un aguerrido dirigente estudiantil, desconfiado de quienes, con banderas reformistas y no suficientemente revolucionarias, se establecían en la casa central de la universidad a intentar gobernar la nueva etapa.
Hasta que una noche dominical, viendo el obligatorio “A esta hora se improvisa” en Canal 13, lo escuché hablando de que nuestra casa de estudios era doblemente universal, por lo universitario y por lo católico… Me cautivó su planteamiento, le escribí una carta contándoselo y lo olvidé.
Hasta que recibí, un mocoso de primer año de sociología, un llamado del secretario general de la Universidad, Ricardo Jordán, señalándome que había leído la carta, que le había gustado mucho a ambos y que el rector me recibiría en una fecha cercana, en cuando regresara de un viaje a Cuba.
Asistí curioso y conversamos como viejos amigos, don Fernando me contó de sus impresiones de La Habana y yo, simplemente, no recuerdo qué le hablé, pero transcurrieron muchos minutos y salí, considerando a la oficina de la Rectoría y esa escalera redonda que lleva a ella, como familiares.
Estudié sociología y periodismo en esa universidad reformada, seguí el sistema de carreras paralelas, tomé cursos facultativos en Filosofía -Pensamiento Político de Fidel Castro y el Ché Guevara-; Estética -Marxista-, y Literatura: Cortazar.
Disfruté profundamente esa etapa universitaria hasta su agonía: el 24 de septiembre de 1973, cuando -invitado subrepticiamente por un amigo entrañable- asistí atónito a la última sesión del Consejo Superior presidida por Castillo, antes de ser “honrosamente” sustituido por un Almirante delegado por el debutante gobierno militar. Don Fernando obvió esa dudosa ceremonia sucesoria, enviando al vice Rector Alfredo Etcheverry a reemplazarlo.
Luego, partió al exilio. Argelia, dónde experimentó con las casas de techo plano que innovó en las futuras comunidades, sólo que en clima lluvioso. Esa pugna entre el arquitecto que ama su obra y el usuario que pretende evitar que sus paredes y techos exuden humedad nos unió aún más.
Me llevó a su casa, me mostró los tarritos que colgaban de sus techos para recoger las aguas lluvias y me ofreció llevarme su estufa a leña para paliar mis reclamos. Con amor e hidalguía asumí como muchos, por no decir todos los comuneros, que nuestra casas tenían muchas ventajas como para estar reparando en simples goteras, tan poéticas ellas.
Finalmente, los techos se arreglaron, las paredes se impermeabilizaron y hace unos meses celebramos con un baile los 30 años de vida en comunidad. Bailamos con don Fernando y Mónica y nos abrazamos con hijos y hasta nietos amantes de las casas de ladrillo.
Pero, no sólo fue maestro de viviendas, también de periodismo. Celebrábamos -en julio de 1978- los dos años de vida de la revista APSI y por cierto, todos querían ir a la comida conmemorativa, pero nadie hacer uso de la palabra.
Excepto Fernando que venía llegando desde Inglaterra y nos deleitó con una lección sobre la libertad, estimulándonos a seguir con la improbable empresa de editar una revista independiente en plena dictadura. Los comedores repletos de la Unión Española en calle Carmen, fueron testigos de una de las primeras cenas masivas de la resistencia, en la que recibimos a decenas de delegaciones de partidos políticos completamente inexistentes y clandestinamente operativos.
Veinticuatro horas antes de fallecer Fernando Castillo Velasco, el poeta Pedro Lastra formalizaba ante el actual Rector de la Universidad Católica, Ignacio Sánchez, una extraordinaria donación de dos mil quinientos libros, muchos autografiados por notables autores contemporáneos de Lastra, que irían a enriquecer la biblioteca de la facultad de Letras de la UC.
La íntima celebración se realizó en los salones de la rectoría. Cuando Pedro me contó, le solicité que se fijara en cada detalle porque quería comparar ese entorno con aquel de la charla con don Fernando cuándo yo no regalé nada, pero recibí uno de los presentes que más he apreciado en la vida: conocer a Fernando Castillo.
Estoy cierto que no lo olvidaré.