A un año del brutal asesinato de Daniel Zamudio, no puedo dejar de invitarlos a reflexionar sobre cómo hemos avanzado como país, como hemos madurado como sociedad y como hemos cambiado como humanidad.
Sin duda la consagración y aprobación de la Ley Antidiscriminación fue un avance significativo en una sociedad como la nuestray que todos celebramos abiertamente, pese al cruento hecho que apresuró su aprobación. Sin embargo, ha pasado el tiempo y vemos los escasos efectos que ha podido producir una ley que se aprobó sin presupuesto para el desarrollo de acciones preventivas y que se fijó principalmente desde el ámbito sancionador de la conducta.
Si bien es cierto que existe consenso con respecto a que una ley, si no se acompaña de programas y políticas públicas específicas, es poco el impacto que se puede esperar a nivel de cambios estructurales, sobre toda en una sociedad como la nuestra en donde existen patrones discriminatorios tan arraigados culturalmente, muchos estábamos esperanzado que un marco jurídico que castigara la discriminación, invitaría a construir una sociedad más inclusiva, pero muy pocas cosas han cambiado.
La ley no ha permitido que las parejas de hecho (cualquiera sea su orientación sexual) puedan regular su patrimonio, la ley no ha impedido que se persista con la evidente discriminación que sufren las mujeres, que aun teniendo un sueldo un 30% inferior al de sus pares hombres, deben pagar casi el triple en planes de salud por si alguna vez, quizás, en una de esa se convierten en madres, la ley no ha ayudado a avanzar en la disminución de estereotipos en la publicidad, manteniéndose patrones sexistas y heteronormativos, la ley no ha terminado con la imposibilidad fáctica de las personas solteras de optar por la adopción de niños, la ley no ha obligado a los establecimientos educativos a diseñar estrategias para poner fin al bullying homofóbico ni ha terminado con la selección de los colegios para aceptar a estudiantes que son hijos de padres no católicos, y así un largo etcétera de situaciones cotidianas que nos recuerdan que muy pocas cosas han cambiado realmente y que la simple aprobación de la Ley no es suficiente y que la muerte de Daniel vale mucho más que los cambios que hasta ahora hemos sido testigos.
Sin embargo, y con todo esto, sigo creyendo que algún día construiremos, todos juntos, un Chile, que tal como hoy estudia con escepticismo antiguas prácticas que en otros siglos consideraban, a modo de ejemplo, que los indígenas eran seres salvajes sin alma, que hace 50 años las mujeres no podían votar porque estaban dominadas de sus sentimientos y no de racionalidad, que hace 30 años las mujeres casadas debían pedir permiso a sus maridos para abrir una cuenta corriente en un banco y hace tan solo un poco más de 10 años la legislación consideraba a los hijos nacidos fuera del matrimonio como hijos “ilegítimos” e impedía a las personas divorciarse.
Aún así tengo la seguridad de que algún día podremos decir “hace muchos, muchos años atrás en Chile solo los hombres podían casarse con las mujeres, hace muchos, muchos años a los niños se les hostigaba por ser homosexuales en sus colegios, hace muchos, muchos años atrás los hombres ganaban más que las mujeres y hace muchos, muchos años atrás en Chile una persona podía morir por tener una orientación sexual distinta”.