La primera vez que vine a Chile después de varios años fuera del país, lo que más me sorprendió fue la eficiencia de los servicios públicos.Renové mi cédula de identidad y mi pasaporte en no más de 20 minutos.Unos días después tuve que ir a registrar mi huella dactilar para hacer un trámite médico y el resultado fue el mismo: en menos de media hora todo estaba listo.
Mi cerebro no lograba convencerse de la nueva realidad que me rodeaba. Todo parecía demasiado bueno para ser verdad. Me atendían de buena manera, me dedicaban tiempo y me brindaban una solución a mi problema. Además, no me decían que debía volver en un par de días a traer más papeles que nunca me habían pedido antes.
Poco a poco mi nueva realidad empezó a convertirse en el comportamiento esperado. Ya no me sorprendía tanto la eficiencia, aunque debo reconocer que hasta hoy me voy con una sensación de escepticismo. Sin embargo, empecé a notar algo negativo de tanta eficiencia. Y es que cuando algo se sale del plan o de la estructura que por años ha funcionado entonces nadie sabe qué hacer. En ese instante, tanta eficiencia no sirve para nada.
Aquí no estoy hablando de los trabajadores, ellos siempre saben qué hacer pero están entrenados para repetirnos la misma frase hasta el cansancio o actuar como que en realidad no tienen la solución. Ese es su trabajo. Los que no saben qué hacer son los supuestos interesados en recibir el servicio o producto. Es decir, nosotros. La eficiencia nos ha acostumbrado a que no hay que pensar, todo está listo y resuelto de antemano para nosotros. Ni siquiera se nos ocurre la posibilidad de que algo pueda fallar.
Sacamos un número, esperamos, explicamos nuestro requerimiento y obtenemos un resultado.El problema se genera cuando no hay número, ni quien nos atienda y menos un resultado. Ahí es donde todos se paralizan y no saben cómo reaccionar. Nadie sabe qué hacer.
Todo el mundo está tan acostumbrado a cumplir las reglas que cuando hay que romperlas, nadie se atreve a hacerlo.
Por eso estoy tan agradecido de haber vivido en un país donde cada día la gente dice: “como vaya viniendo vamos viendo.” Venezuela me enseñó a romper las reglas. Un día en Caracas es tan impredecible que uno está preparado para todo.
Si no hay quien atienda, uno busca a alguien. Si se acabaron los números se hace una cola y la gente se ordena o alguien inventa una lista. Y así en un sin fin de situaciones diarias, la personas tienen que improvisar e ir en contra de la lógica. Nadie está acostumbrado a que las cosas funcionen por eso la gente sabe que tiene que hacerlas funcionar. Nadie se paraliza ante la ineficiencia. Al contrario, todos hacen algo.
En cambio en Chile, lo positivo es que las cosas funcionan pero lo malo es que nos mal acostumbramos al no saber qué hacer ante los imprevistos. Además, nos volvemos menos resistentes a los problemas y menos proactivos para conseguir lo que queremos.
Por eso pienso que la ineficiencia, a pesar de lo frustrante y agotadora que puede ser, tiene un lado positivo. Ese es el lado que nos hace falta explotar por este lado del continente.