Plantear una pregunta como la del título de esta columna, en donde se manifiesta una tensión entre la necesidad de consagrar un nuevo estatuto matrimonial que no discrimine por la orientación sexual de los contrayentes y una probable regulación de las parejas de hecho, que por un acto de voluntad, como sería la suscripción de un contrato, pasarían a ser familias de derecho, es completamente artificiosa, injustificada, digamos, carente de todo asidero en la naturaleza misma de las instituciones mencionadas.
Es cierto que el matrimonio y un estatuto de regulación de la convivencia, como el AVP, están llamados a regular los efectos de diversas clases de “conyugalidad”, y en esto comparten una vocación parecida, más no idéntica.
Justamente, la clave estriba en que la “conyugalidad” y, en tanto, la configuración familiar reconocen diversos modos de constitución, respondiendo a motivaciones propias y necesidades específicas, por lo que necesitan modelos de regulación diferenciados.
La realidad social, a través de sus prácticas que anteceden a la formación del derecho, ha ido ampliando la legitimidad de las familias más allá de la opción por el matrimonio.
Es decir, para que una pareja y sus hijos (en caso de que existan) sean considerados “familia” no es necesario que los primeros expresen su afecto conyugal de acuerdo a las normas de la ley de matrimonio civil, siendo más claro, no es necesario que se casen. Ha operado, en consecuencia, un cambio en las valoraciones sociales en cuanto a la familia, ¡y enhorabuena que así haya sucedido!
Lo mismo puede colegirse a partir de los cambios regulatorios de las relaciones paterno-filiales que actualmente han prescindido de las calificaciones de hijos legítimos, ilegítimos y naturales, estableciendo igualdad de derechos entre ellos, cuestión que antes era impensada y que también contó con la tenaz oposición de los sectores conservadores. Esto implica que el ejercicio de la sexualidad es legítimo fuera del matrimonio, como podría serlo en una relación de convivencia.
Teniendo en cuenta lo planteado hasta el momento, ya se vislumbra una primera conclusión: el AVP no se trata de un “matrimonio” de segunda categoría; en ningún caso responde a una lógica de cambios mínimos y acomodaticios.
El AVP, siguiendo la redacción actual del proyecto y aun en el caso en que pueda ser mejorado, tiene una naturaleza propia, características individuales que lo hacen distinguible del matrimonio y que explican su urgente aprobación.
Una de las principales razones que advierte la necesidad de contar con el AVP es de carácter ideológico. El matrimonio corresponde, desde una perspectiva histórica, a una institución patriarcal, en donde hay roles bien determinados: el del hombre, que es concebido de modo abstracto como el proveedor y administrador de los bienes familiares; y el de la mujer, que aun dejando de ser considerada por la ley una incapaz relativa, sus derechos patrimoniales siguen siendo afectados por la administración dada al marido en virtud de la sola disposición de la ley.
Entonces, el AVP se instituye como un nuevo estatuto de regulación doblemente igualitario, ya que no discrimina a los contratantes en virtud de su orientación sexual ni tampoco distribuye roles determinados en virtud del género de los miembros de la pareja legal.
Por otro lado, el AVP impone obligaciones y derechos menos exigentes que aquellos establecidos para los cónyuges en razón del matrimonio.
No se establece, por ejemplo, deber de fidelidad para los convivientes legales. En cambio, los cónyuges están obligados a guardarse fidelidad mutua y en caso de que se falte a este deber, se autoriza a solicitar la separación judicial, poniendo fin a la convivencia y terminando con la sociedad conyugal o el régimen de participación en los gananciales, o se autoriza a solicitar el denominado divorcio por culpa. En esta misma línea, el sistema de término del AVP es menos exigente en comparación al matrimonio, ya que no se solicita expresión ni calificación de causa.
Un sistema ideal de estatutos civiles de pareja debería reconocer tres niveles: en primer término el matrimonial, el más denso y con mayores beneficios para aquellos que opten por su celebración; un estatuto como el AVP, menos formal y que pone en valor la libertad de las personas que no desean casarse; y, por último, normas de protección aminorada para las parejas meramente de hecho.
Desde una perspectiva política y de derecho comparado, sería inoficioso pedir directamente la aprobación del matrimonio igualitario, sin contar de manera previa con una regulación de la convivencia.
Esto, porque la conformación actual del Legislativo hace inviable la aprobación de una nueva ley de matrimonio que carezca de nociones discriminatorias.Personalmente, creo que la modificación al sistema binominal es una condición necesaria para que en un futuro, ojalá no muy lejano, se le permita casarse a las parejas homosexuales.
Además, en todos los países en donde hay matrimonio igualitario se ha aprobado, con anterioridad, un estatuto como el AVP, ya sea que solo se haya permitido su suscripción a los convivientes gays o también a heterosexuales.
Entonces, para responder a la pregunta inicial, matrimonio igualitario y AVP no deben analizarse en términos disyuntivos, pues se refieren a realidades diversas que presentan necesidades propias; en tanto, son instituciones del derecho de familia que se complementan desde la perspectiva de las situaciones a que están llamadas a regular.