Somos un país en crisis de nervios y de paciencia. La polarización en cada una de las actividades, que se emprenden, es digno de un retrato con estudio sicológico de nuestra sociedad. Esto se arrastra por algunas décadas las cuales no han dejado indiferente a ningún chileno y a no pocos extranjeros.
Siento hace mucho, que mi generación ha perdido y extraviado muchas cosas, que de antaño nos enorgullecían y nos hacían más amables. Mensajes como el honor, la ética, el compromiso de palabra. Solidaridad.
Los afectos antepuestos a los intereses, hoy carecen de algún sentido en la mayoría de los casos. Y me sumerjo en un pasado, que no hace mucho era escandaloso, porque “había que hacer el amor y no la guerra” Y la juventud transgresora hacía la señal de la paz.
Todo aquello me ha llevado a reflexionar y hacer un recuento de un acontecimiento que marcó mi vida y la ha patentado en forma definitiva, sobretodo en momentos que necesito afirmarme o dejarme guiar por un faro en la oscuridad de la noche.
Por que cuando nos suceden cosas imprevistas generalmente nos detenemos a pensar en situaciones las cuales al ser confrontadas con otras instancias tienen que ver con nuestra propia perspectiva del mundo y de nuestras vivencias preferentemente de corte emocional.
Hoy he recordado en medio de tanta convulsión social un hecho, que dejó como huella indeleble en mi alma una mirada, una voz y un gesto, que nunca he podido olvidar.
Corría el eufórico y lleno de nuevos bríos año 1971. Estudiante del pedagógico de Valparaíso y muy involucrada socialmente tras sueños y quimeras, solíamos trasladarnos a dedo, muy popular en la época, para quienes residíamos en la capital y teníamos cero en los bolsillos.
Mi amiga y yo corrimos al Fiat 125 que se detuvo al hacerle señas y nos instalamos, ella atrás con un sacerdote, que solo inclinó su cabeza a modo de saludo y yo adelante con el chofer.
Conversábamos de cosas triviales con el conductor y mi amiga, que era ”hippie” no abría la boca. Pasamos una muchedumbre con carteles y pancartas, que estaba protestando por algo a la altura de la que hoy es Vespucio (íbamos por la ruta 68).
Expusimos nuestras opiniones y el sacerdote nos dice, que era una protesta de la gente sin tierra. “Una protesta muy justa por lo demás”, agrega, “años de cultivar, vivir en forma miserable y morir por una tierra, que no es de ellos”.
Fue todo lo que reflexionó y luego nos dejaron en el cruce de la entrada de Santiago en Avda. Pajaritos. Al descender agradezco al chofer y cuando miro al sacerdote para agradecerle, mi sorpresa fue la mayor de mi vida.
Frente a mis ojos estaba el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Se hablaba mucho de él en mi casa. Mi madre muy cercana al templo de Don Bosco en Gran Avenida que él había construido. Se conversaba de su gestión en el gobierno de Allende. De su inmenso e inclaudicable amor por los pobres. De sus innumerables logros al organizar el Instituto Católico Chileno, la famosa Caritas Chile del cual fue director a nivel mundial. Fundador de numerosas organizaciones en defensa de la justicia, de la igualdad social. Luchador de la dignidad. Valiente y directo.
Bueno, ese hombre estaba frente a mí. Solo atiné a decirle “su bendición Monseñor”, él miró a mis ojos y hace la señal de la cruz ” Dios te bendiga hija mía”. Un escalofrío recorrió mi alma, mis huesos, mi espíritu. A pesar que como joven era muy irreverente, poco católica y poco crédula no pude negar, que esa mirada era la mirada de Cristo. La de esperanza. La de la paz. La del perdón. Una bendición de un hombre extraordinario.
Cerré la puerta del auto y me quede mucho tiempo en estado de éxtasis. Mirando como se alejaba.
Tiempo después mi amiga dulce y que creía en la paz, moría en manos del terrorismo uniformado y yo me retiraba a un exilio voluntario,donde miraba a mi patria desde muy lejos.
Hoy cuando el desanimo y la violencia de pronto vuelven a formar murallas a mi alrededor y me encuentro perdida, siento esa cálida mirada, que nunca más me abandonó. Soy privilegiada por tener un poste para afirmarme. Un dique para contenerme. Una fortaleza donde cobijarme.
La moraleja, querido lector es que todos tenemos un mástil, un muelle, una atalaya.
Ese regazo, ese abrigo parece cosa difícil en esta época, pero detente en esas horas extremas de tanta prisa, que nos sumerge cada vez más hacia las cuestiones materiales y mira a tu alrededor y deberás saber encontrarlo.
Tal vez en algo tan sencillo como una sonrisa amplia. Como dos brazos extendidos al amigo. Como una paciencia al hijo. Como una palabra amable al del lado. Como una señal de la cruz. Esas son las columnas, el oasis. Ese es un milagro, que te lo mereces.