No sé cuándo comenzaron a abandonar los barrios de la periferia para llegar al centro de Santiago. Hace ya tiempo que se pasean con desenfado, solos o en grupo, por las calles más concurridas. Y la mayoría de las veces recalan justo frente al Palacio de la Moneda.
Allí, su actividad principal consiste en olfatear a la gente que pasa, especialmente a los turistas, que los miran con sorpresa y sin ocultar su preocupación ante los gruñidos sorpresivos y amenazadores con que enfatizan su presencia.
La mayoría de estos canes parece ocultar parásitos de la más diversa especie, tienen trazas de no haber comido muy bien y de no haberse bañado desde hace mucho. Frente a las estatuas de los Presidentes de Chile se desperezan tranquilos y confiados. Parecen tan sagrados e intocables como las vacas en la India.
No se sabe de ningún carabinero que ponga cara de pocos amigos frente a estos canes. Las reservarán sin duda para estudiantes y manifestantes de toda índole.
Estos perros gustan de participar en todas las acciones ciudadanas que se realizan en el centro. Sin distinción de color político. No hay quién no los haya visto en la televisión o los diarios, acompañando a un “Guanaco” o “Zorrillo”, en actitud de dirigir la embestida. Eso al parecer los divierte.
Porque pasan muchas horas simplemente dándose vueltas o echados frente al Palacio de Gobierno o bien cerca del acceso a la Intendencia. Allí se rascan muy a gusto, a la espera de que pase algún perro amigo o un transeúnte que pueda interesarles.
Cuando surgen demasiados reclamos en su contra, debido a sus rebatiñas por alimento frente a un restorán o bien agresiones flagrantes a personas desprevenidas, los obligan a abandonar sus pagos.
Así, las calles recobran cierta tranquilidad. Pero, rápidamente y con gran parafernalia, se organizan entonces verdaderas campañas a favor de que sigan vagando a su antojo, libres y malhumorados. Las encabezan a veces antiguas figuras de la farándula, que recobran vigores pasados para protestar por los derechos caninos frente a las cámaras. Incluso aunque su causa no está reñida con la de los ciudadanos de a pie.
Lo cierto es que la insólita presencia de estos canes, admiradores eternos de los tobillos de hombres y mujeres, se ha ido transformando en todo un clásico de nuestra capital.
Sólo falta que se consigne su presencia en las guías de turismo, como si fueran un aspecto tan “típico” de Chile como la chicha en cacho, los casi olvidados copihues rojos y nuestro baile nacional.