Hay muchos estudiantes, especialmente en este mes que escudriñan las redes sociales en busca de algún lugar donde quedarse durante el año. Los periódicos publican consejos para quienes emprenden por vez primera la aventura de ofrecer en arriendo una habitación o un departamento, enfatizando el imperativo de estar muy alertas, para evitar daños contra la propiedad o bien eventuales agresiones personales.
Al leer esos artículos, quedé aterrada por los muchísimos riesgos que ello parece implicar. Pero como tengo buenas experiencias al respecto, nuevamente publiqué un par de avisos y coloqué los típicos cartelitos en las universidades cercanas a mi vivienda.
Han pasado muchos años desde la primera vez en que las circunstancias me obligaron a rentar una habitación. Una sicóloga amiga me había recomendado a un paciente suyo, recién separado, que debía dejar la casa familiar lo más pronto posible y que tenía excelentes antecedentes y solvencia económica.
Lo único malo es que demostró, apenas llegó con sus maletas, que estaba deseoso de recrear en mi casa algo de la vida hogareña que había perdido.
Eso incluyó desde compras suyas para renovar mi terraza (le devolví de inmediato el quitasol y las sillitas que allí había instalado), hasta la incorporación a mi sala de adornos que le habían tocado en suerte al hacer la división de los bienes conyugales (insistí en que sólo podía colocarlos en la habitación que había rentado, no en toda la vivienda).
Y al llegar una noche del cine, me encontré con que había organizado una animada fiesta con sus amigos y amigas, que circulaban felices por los dos pisos de mi casa, poco menos que si fueran mis familiares. Fue entonces que emergió mi personalidad de arrendadora huraña, porque me hice de valor y le solicité que empacara y buscara otros rumbos
Después hubo experiencias que me demostraron que yo también podía ser más amable en mi nuevo rol. Como la de esa estudiante mexicana que estudiaba gastronomía porque deseaba abrir un restorán en su natal Guanajuato, quien me transformó, para mi deleite, en una especie de conejillo de Indias a fin de probar las múltiples y deliciosas recetas de su tierra.
O el joven médico que llegó desde Punta Arenas , cuya novia enfermera tenía convencidos a sus padres de que pasaba los fines de semana junto a “una ancianita que estaba en las últimas” (refiriéndose a mí), pero dedicándose en verdad a mimar a su enamorado. Soy una convencida de que el amor emite fluidos benéficos para todos…
A estas alturas, arrendar se me ha transformado en una suerte de costumbre que me permite conocer a personas y personajes que de otra forma tal vez nunca hubiese conocido. Tengo muchísimas anécdotas al respecto, pero debo decir que todas positivas.
Además, mi departamento es lo suficientemente amplio como para que yo mantenga a todo trance mi privacidad y sin duda un caso como el de la gourmet mexicana ha sido ( y seguirá siendo) una excepción.
Por eso creo que los alarmantes artículos sobre los riesgos de arrendar deberían equilibrarse con una visión más positiva de los seres humanos y de nuestra propia capacidad para calibrar a las personas y abrirles nuestra puerta.